La narración se precipita por sendas forzadas y maniqueas que acaban abrazando sin rubor el ridículo, para estupor del espectador.
El pasado 16 de mayo, Rima Fakih se convertía en la primera mujer árabe, inmigrante y musulmana que conquistaba el cetro de Miss Estados Unidos. Su elección causaba estupor en el ámbito del Bible Belt y entusiasmo entre los sectores más progresistas de aquel país, que tienen en el presidente demócrata Barack Obama el máximo ejemplo de herencia musulmana.
La victoria de Fakih y el beneplácito mayoritario a los antecedentes de Obama son síntomas, como la relativa repercusión entre crítica y público norteamericanos de Mi nombre es Khan, de una posible distensión entre facciones políticas y religiosas que, desde los sucesos del 11 de septiembre de 2001, han vivido enfrentadas a muerte, con la xenofobia que ello les ha acarreado a las minorías de cada parte asentadas en países de la ideología opuesta.
Es el tema de Mi nombre es Khan, centrada en un emigrante hindú y musulmán que, pese a ser autista, logra integrarse afectiva y económicamente en la sociedad estadounidense, hasta que los atentados del 11-S echan por tierra todos sus esfuerzos; lo que le impulsa a partir en busca de George W. Bush y posteriormente Barack Obama, para hacerles comprender que sus creencias no hacen de él un terrorista.
Nos hallamos ante una fábula bienintencionada, pero víctima de los enormes cálculos creativos que se perciben en sus imágenes. Aunque, sin duda, parte de sus defectos, al menos en lo relativo a la versión que se estrena en nuestro país, son achacables a la sustancial reducción aplicada al metraje para su distribución internacional, lo que incrementa exponencialmente la simpleza y el efectismo que caracterizan la historia.
El problema de fondo radica, en cualquier caso, en que los tres principales impulsores del proyecto, el realizador Karan Johar y los actores Shahrukh Khan y Kajol, son superestrellas en India merced a los productos bollywoodenses más tópicos que quepa imaginar. Su esfuerzo conjunto por abrazar un cine grave y comprometido sin descuidar las claves melodramáticas que han cultivado con inmenso éxito previo en su país, y sus intentos por contentar a hinduistas, musulmanes y cristianos apelando a un buenismo naif, precipitan la narración por sendas forzadas y maniqueas que acaban abrazando sin rubor el ridículo, para estupor del espectador.
Por otra parte, en la producción de Mi nombre es Khan ha intervenido la major norteamericana 20th Century Fox y en su guión el especialista Syd Field, con el propósito obvio de que la película gustase en Estados Unidos: la dirección de Karan Johar abusa de retóricas reminiscentes de Ron Howard o Robert Zemeckis, que en Occidente empezamos a apreciar vetustas; y el papel que encarna Shahrukh Khan debe demasiado al Rain Man (1988) de Dustin Hoffman y al Forrest Gump (1994) de Tom Hanks tanto a niveles pintorescos y entrañables, como en el uso del personaje para desvelar los sinsentidos en que incurren quienes supuestamente se hallan en posesión plena de sus facultades mentales y emocionales.
Mi nombre es Khan se alinea con películas como Bella; pretende abarcar mucho pero, en sus ansias por hacerlo agradando a todos, no tiene más remedio que caer en lo intelectual y artísticamente ínfimo.