Lástima que el autor se pierda en el juego vacío de un giro final al gusto de Hollywood y en las desperdiciadas metáforas del guión.
¡Qué grandes se vuelven los realizadores italianos cuando acercan su cámara a la calle, a la gente! No podía haber sido otro lugar donde naciese el Neorrealismo, porque es difícil que en otro país la vida cotidiana tenga tal capacidad de explicar el mundo como en Italia.
El realizador Giuseppe Tornatore ya había dejado una huella en los aficionados al cine con su Cinema Paradiso (1988), de la que Baaría no es sino una extrapolación superlativa, pero con esta cinta logra inscribir su nombre cerca de los grandes realizadores italianos.
Porque, ¿qué es Baaría sino el particular Amarcord (Federico Fellini, 1973) de su realizador y guionista? La memoria de tres generaciones de una familia siciliana pasan ante nuestros ojos durante casi tres horas a una velocidad de vértigo, sin salir de la calle principal de la ciudad y arropadas por la música de Ennio Morricone. Una familia cuya espina dorsal, Pepino Torrenuova, se adscribe al comunismo desde la pura necesidad para sobrevivir hasta llegar la más áspera y terca militancia de su madurez.
Contando con una de las producciones más caras que se han hecho en Italia (25 millones de euros) y nada menos que 8 meses de rodaje, Tornatore ha dado el do de pecho narrativo en lo que sabía que iba a ser una oportunidad única de contar el complejo poliedro social italiano desde los ojos de tres generaciones de niños de una misma familia.
Para conseguirlo, Tornatore no duda en recurrir a la imaginería de Fellini en los retratos de la gente, al De Sica callejero para narrar la penuria económica e infantil, al Rossellini más cercano para la historia de amor, al Bertolucci más político para contar el alzamiento del pueblo o al Coppola más italiano para retratar a los sangrientos mafiosos. Con todos ellos, consigue reunir los recursos que sostienen este monumento fílmico dedicado al sur de Italia.
Con un sorprendente estilo de secuencias muy cortas y rápidas, apagadas por fundidos a negro antes de que acaben los diálogos y sin ningún ensimismamiento en las elipsis, Baaría retrata una galería de innumerables personajes que son perfectamente reconocibles, pues forman la idiosincrasia de cualquier sociedad civil, sea del país que sea. Lástima que el autor se pierda en el juego vacío de un giro final al gusto de Hollywood y en las desperdiciadas metáforas del guión, la mosca dentro de la peonza y el golpeo de las tres piedras. Estos tres deslices impiden convertir este paisaje humano y geográfico que es Baaría en una obra muy grande.
Porque finalmente, aunque Baaría se disfrace de autobiografía, de mural de personajes cotidianos, de fresco de la política en Italia durante los últimos cincuenta años, de leyenda visual de un pueblo resignado a padecer su propio caracter, al final, en Baaría pervive la reivindicación de la familia como único punto de partida y de regreso tras ese periplo de tiempo y decepción al que llamamos vida.