Es fácil adivinar que entre el vértigo de sus escenas hay mucho de oquedad y que casi hay que agradecer como extra los intentos de armar un argumento.
Jerry Bruckheimer se las prometía muy felices a la hora de conciliar cine y videojuego, asegurando que con Prince Of Persia iba a lograr no solo la adaptación de uno de los más representativos a la gran pantalla, sino la más digna realizada hasta la fecha (que no es decir mucho). Siendo su oficio el de escrutar rasgos de rentabilidad, apreciar lo que funciona y lo que no para montar un espectáculo alrededor de esa premisa, lo cierto es que lo acertado de su pronóstico él lo juzgará inevitablemente atendiendo al resultado de la taquilla. Algo en lo que quizá no ande del todo desencaminado, pues al fin y al cabo esta es la única vía para la supervivencia, el único argumento expresable con cifras que se impone entre miles de opiniones, el único al que debe acogerse de acuerdo con su naturaleza de productor de éxito.
Es más, si se para a indagar en las opiniones de los fans del videojuego, sus posibilidades de éxito son mínimas. Bruckheimer tendrá muy claro qué debe hacer una película para no acabar siendo un fiasco venga de donde venga, pero lo que le resultará más difícil es entender que las emociones logradas en un videojuego son lo suficientemente particulares como para que su traslado satisfaciendo a los fans sea algo en lo que no obsesionarse: dar con una película autónoma, con referencias relativamente respetuosas, es la única aspiración realista.
Prince Of Persia: Las Arenas del tiempo logra ese objetivo tanto como lo pueden haber hecho gran parte de los blockbusters que llevan su firma. Un espectáculo con ritmo frenético, acelerado para evitar que se planteen dudas sobre su coherencia, atropellado para evitar un solo suspiro y que llena casi dos horas con una tarde en el circo: funambulistas, espadachines, saltos imposibles, personajes que aparecen incansablemente por la puerta de atrás en una función cuyas rutinas no esconden una mínima atención por la historia, e incluso por imponer algo (si quiera residual) de oficio y autoría en los resquicios que deja toda la maquinaria circense.
Contar con un todoterreno experimentado como Mike Newell (Cuatro bodas y un funeral, Harry Potter) puede haber ayudado a no perder definitivamente el norte. Cuando hace algo más de un año le entrevistamos y le preguntábamos por cómo se desenvolvía con comodidad en registros tan diferentes como los que incluye su filmografía, su respuesta expresaba una cierta sorpresa hacia una pregunta con la que se encuentra regularmente, subrayando la naturalidad que él aprecia en abordar retos muy diferentes tanto en temática como en presupuesto, y adaptarse a ellos para guiarlos con equilibrio. En ese sentido, los despliegues en juegos de cámaras y cambios de enfoque con que Michael Bay nos habría dejado aturdidos, él sabe contenerlos a los momentos justos para el resto del tiempo enfocar con un cierto criterio, aunque las coreografías de peleas y evasiones con que rendir culto a la espectacularidad del videojuego, impongan que gran parte del tiempo asistiremos a incansables exhibiciones de funambulismo.
Cuando la trepidante aventura de Prince Of Persia concluye, es fácil adivinar que entre el vértigo de sus escenas hay mucho de oquedad y que casi hay que agradecer como extra los intentos de armar un argumento, o que sus diálogos de vocación aleccionadora, cuando rozan el ridículo o la bravuconería, sepan quedarse en un punto lo suficientemente anodino para no molestar del todo, y que en lo demás sean funcionales sin insultar a la inteligencia. Cumplida con la sacrosanta función de entretener de su director, es fácil concluir que su misión no ha quedado tan maltrecha como la comunidad del videojuego ha sentenciado con su pulgar en desaprobación, quedando impasibles a esperar el paso del siguiente cadáver. Aún así, que el resto de la audiencia le exculpe puede ser una victoria temporal: Bruckheimer anda obcecado con desarrollar un par de videojuegos de primera línea que antes o después tendrán que enfrentarse con el veredicto implacable de un público que le mira con recelo.