No es fácil dilucidar qué hay en "Mamut" de pretendida indolencia expositiva, y qué de torpeza en la puesta en escena.
La última película del director sueco Lukas Moodysson llega tarde. A la cartelera española: su premiere mundial tuvo lugar en Estocolmo y la Berlinale hace casi año y medio. Y a la conciencia del público: el cine empeñado en glosar con complejo de culpa las miserias de la globalización —Traffic, Syriana, Caché, Babel, Crash...— languidece, constatada nuestra aquiescencia a "la separación definitiva entre la economía y una sociedad desarticulada, ya inexistente como tal; la actividad productiva, la realidad financiera y la globalización económica se han desvinculado totalmente de los principios institucionales que hasta ahora vertebraban lo social" (Alain Touraine).
Quizás por ello, siendo tan reciente, Mamut se percibe anticuada, fruto melancólico de otra época. Ofrece un panorama humano aquejado, como ha escrito Óscar Pablos, de la "apariencia de lo importante", aunque en una veta más íntima y mesurada que la explorada por Paul Haggis o Alejandro González Iñárritu: el matrimonio que componen Leo, un diseñador web (Gael García Bernal), y Ellen, una médico (Michelle Williams), no logra camuflar con su éxito profesional el abandono afectivo que se brindan entre ellos y a su hija, menos ligada emocionalmente a sus padres que a Gloria, su mucama filipina (Marife Necesito); que Gloria haya de ganarse la vida cuidando a una niña neoyorquina mientras sus propios hijos se valen por sí mismos en Manila, así como el viaje que Leo se ve obligado a realizar por motivos de trabajo a Tailandia, abren el relato al mundo y subrayan los temas del desarraigo existencial, la alienación, las sevicias de nuestro desorden socioeconómico y la dependencia creciente de la tecnología para "conectar" con los demás.
Es hora de reconocer que Lukas Moodysson se había ganado un prestigio algo excesivo entre los cinéfilos gracias a títulos como Fuckin Amal (1998) y Lilja 4-ever (2002). Su intento de renunciar en nombre del mensaje a un cine de rasgos previos vigorosos y primarios, apelando a estrellas y rodando en diversas partes del mundo, se salda con su desconcierto y el del espectador: no es fácil dilucidar qué hay de pretendida indolencia expositiva y qué de torpeza en una puesta en escena que no aspira a narrar, sino a dibujar presentes paralelos.
Lo más interesante es, como suele pasar, aquello en lo que menos le ha apetecido profundizar a Moodysson, aunque dé título a la película: alguien regala a Leo un costoso bolígrafo adornado con fragmentos marfileños de los colmillos de un mamut. Los restos de un animal extinguido hace miles de años pasan a ser parte ornamental de un objeto de lujo. Leo respira oxígeno artificial en una habitación de hotel estanca del exterior. Ellen practica jogging en una cinta continua ubicada en el tejado de su vivienda, en vez de correr por la ciudad. El mundo se ha convertido en un lugar ajeno, inaprensible, indescifrable; en otro planeta, que seguimos obligados a habitar habiendo perdido las herramientas tradicionales —como los colmillos las fueron de los mamuts— que nos permitían gestionarlo con eficacia.
Craig Venter acaba de concretar un software genético inédito que se ha adueñado de una bacteria y la ha transformado en una especie diferente. Un organismo familiar ha devenido otro desconocido, en el que no queda ni rastro de la antigua especie. Como la globalización, volvemos a Touraine, se ha desecho de los principios que hasta ahora nos vertebraban.