Documental que nos remite sin complejos a los modelos de ficción manipuladora y efectista consustanciales al mejor Hollywood.
El ensayista Bill Nichols ha acotado un género tan escurridizo como el documental apelando a cuatro categorías, con las que abarca a grandes rasgos las maneras muy diversas con que se han gestado a lo largo de la historia del cine las aproximaciones a lo real.
Nichols habla de documentales expositivos, de observación, reflexivos e interactivos. Y considera este último tipo el más sofisticado por sus "tácticas intervencionistas y maneras dinámicas, que rasgan el velo de una ausencia autoral ilusoria en la percepción de los acontecimientos".
A tenor de las cualidades comunes a muchos documentales exhibidos últimamente en las pantallas comerciales con revelador éxito de público, cabría preguntarse si el documental interactivo definido por Nichols no estará evolucionando ya hacia otra categoría que podríamos tildar de proactiva (sí, como los yogures): ciertos realizadores han pasado a asumir un control pleno sobre eventos y situaciones, en función de la sacrosanta individualidad que caracteriza en nuestra época cualquier forma expresiva. Lo real se torna escenario adaptable a la medida de la autoafirmación ideológica y existencial y, los acontecimientos, cliffhangers idóneos para conformar emocionantes epopeyas de superación personal.
Siendo muy propia del ámbito anglosajón esa idea de "la dirección de sí mismo, o autonomía, según la cual los individuos someten las normas a que se enfrentan a una evaluación crítica y llegan a decisiones prácticas como resultado de la reflexión independiente" (Steven Lukes), no resulta de extrañar que hayan sido cineastas de aquellas latitudes como Chris Waitt, Morgan Spurlock, Michael Moore o Ross McElwee los más proclives a convertir el documental en una suerte de ficción sostenida en hechos reales, con objetivos epifánicos tanto para el autor como para el espectador que se identifique con su cruzada.
Como Murderball, Una verdad incómoda y Man on Wire, The Cove abraza tal registro con discreción, sin el narcisismo de un Moore o un Spurlock que lastren fatalmente delante y detrás de la cámara la apariencia virtuosa respecto de lo real a que aspiraba tradicionalmente lo documental. Pero, indiscutiblemente, las aventuras que corre en Taiji (Japón) Richard O’Barry —un antiguo amaestrador de delfines que trata en su madurez de purgar culpas pretéritas desvelando, con la complicidad de varios incondicionales a su causa, atrocidades contra los joviales mamíferos acuáticos cometidas en una recóndita cala de la localidad citada— componen una narración cuyo enfoque tiene muy poco de dialéctico, de ventana abierta libre y receptivamente a la realidad.
The Cove nos remite con descaro, como apuntillan sus créditos finales ambientados musicalmente por el Heroes de David Bowie, a los modelos de ficción manipuladora y efectista consustanciales al mejor Hollywood: hay una misión justa y arriesgada que cumplir, que aúna como es habitual en el espíritu emprendedor estadounidense ingenio y medios materiales; hay unos villanos despreciables, ciertos habitantes de Taiji, que aportan el suspense; hay críticas genéricas de tinte ecologista que buscan otorgar un peso más relevante a la anécdota principal, aunque nunca nos permitan distanciarnos del impacto emocional primario a que aspiran dos clímax sucesivos, uno estremecedor y otro capriano; y, sobre todo, se nos brinda un gratificante retrato de redención personal, con el que parece imposible no empatizar.
Aspectos todos ellos que se conjugan con habilidad lindante con la maestría. Pero si no se tiene en cuenta la naturaleza asertiva, proactiva de The Cove, será comprensible caer en la tentación de tachar la película de paternalista, esquemática, chauvinista y obtusa en su visión del problema que aborda. Al fin y al cabo, The Cove no trata sobre la salvaguarda de los delfines ni los índices insalubres de mercurio en el pescado, como Grizzly Man no trataba sobre osos; sino sobre las causas en las que los seres humanos depositamos nuestra necesidad creciente de reivindicar nuestra naturaleza, a fin de dejar una huella combativa en un entorno aséptico y en perpetua mutación. El registro documental actúa en estos casos a modo de simple catalizador artístico, con lo que ello puede traer aparejado en términos de polémica cinematográfica.