Duro golpe para quienes esperaban una traslación fiel del texto del literato irlandés.
A priori nos hallábamos ante una apuesta casi segura con vistas a lograr un producto medianamente digno y entretenido. Por un lado se partía una vez más de la única novela que escribió Oscar Wilde, allá por 1891, y que ha conocido en el pasado diversas adaptaciones al séptimo arte. Por otra parte, el director Oliver Parker había demostrado cierta solvencia a la hora de plasmar en imágenes algunos clásicos de la literatura inglesa: en 1995 fue Otelo, pero sus dos siguientes largometrajes fueron precisamente adaptaciones de obras teatrales del mentado Wilde, Un marido ideal y La importancia de llamarse Ernesto.
Pese a las buenas expectativas, El retrato de Dorian Gray supone un duro golpe para quienes esperábamos una traslación fiel del texto del literato irlandés. El espíritu de la historia se ve traicionado enseguida, transformándose por arte de birlibirloque en una especie de cinta de género fantástico donde incluso caben ramalazos que remiten a productos de tan dudoso calibre como Crepúsculo o la fallida Sweeney Todd (Tim Burton).
Donde la obra original ofrecía innumerables reflexiones de profundo calado sobre la vida, el amor y el arte, aquí apenas queda espacio para un desangelado y poco inspirado vuelo por encima de unas cuantas de ellas. Resulta muy representativo en este aspecto el personaje de Lord Henry Wottom –alter ego de Wilde en la novela–, cuyo cinismo pierde casi toda vertiente cómica, y que se limita a acumular torpemente las demoledoras sentencias que en el marco de la novela suponían auténticos mazazos a la moral de la época. Poco importa que sea el casi siempre fiable Colin Firth quien le ponga rostro, ya que el guión no le dota de demasiada profundidad.
Tal vez el aspecto más irritante del filme sea el énfasis que se pone sobre las escabrosas escenas de sexo duro o las orgías que van sucediéndose con pasmosa regularidad. Tampoco resuelve nada que se expliciten las relaciones homosexuales que en la novela quedaban elegantemente veladas. Todo ello apunta a que se ha buscado una comercialidad descarada para un título que, obviamente, no nació con dicha vocación cuando fue ideado por vez primera, hace más de un siglo. Está bastante claro que se ha buscado agradar a un tipo de público al que se podría haber contentado perfectamente poniéndole otro título a la película, sin necesidad de acudir a un clásico para luego cambiar tan radicalmente los hechos ni inventarse personajes que a Wilde jamás se le pasaron por la cabeza.
Obviando –a duras penas, eso sí– el referente literario, nos queda una producción fría cuyo protagonista (Ben Barnes, el príncipe Caspian de Las crónicas de Narnia) ejemplifica a la perfección con su hieratismo e inexpresividad. No sentimos empatía por los personajes, y los efectismos de cine de terror barato, rematados por un increíble final, no haciendo sino que restar puntos desde el mismo arranque del relato. Cualquiera diría que hay dos almas contenidas en el cuadro que da título a esta obra: la de Dorian Gray, y la de la propia película, que deambula como un muerto viviente durante la gran mayoría del metraje.
Entre tanto desapego, superficialidad y aportaciones absurdas al argumento, sólo destaca la recreación de la época (decorados, vestuario), que al menos entra bien por la vista y evita que desconectemos nada más sentarnos en la butaca. Pobre consuelo.