Merced a las escapadas de su neumática protagonista por las calles de Tokio, "Air Doll" perfila una suerte de fábula post-industrial que aspira a redescubrir y redescubrirnos la cotidianeidad, los gestos íntimos y los paisajes urbanos.
Los lectores que acostumbren a madrugar los sábados y sean capaces de sobreponerse al babeo amodorrado contra las ventanillas del Cercanías, sabrán apreciar la belleza de Air Doll. Lejanos ya los ridículos anhelos y frustraciones consustanciales a la noche del viernes, apagado el eco de tantas risas ebrias cuya oquedad reflejó la de los espíritus agostados y ansiosos de nuevas sensaciones que las profirieron, las cosas se presentan ante nuestros ojos como ante los de Nozomi, la muñeca hinchable que despierta a la vida en el nuevo film del japonés Hirokazu Koreeda: los pasos quedos del gorrión sobre un alfeizar, el último estertor de un agonizante, el sonido de bienvenida del Windows, el olor de la fruta demasiado madura en una encimera, bastan para expresarle a quien presta atención la significación toda del universo, tan leve y al mismo tiempo tan imperativa como la de nuestras propias existencias.
Koreeda había abordado antes aspectos vidriosos de la sociedad nipona, empleando a menudo lo real como inspiración: el suicidio en Maborosi (1995). Las turbaciones de la generación posterior a la Segunda Guerra Mundial en After Life (1998). Movimientos religiosos novedosos e inquietantes en Distance (2001). El abandono infantil en Nadie sabe (2004). El peso de la tradición en Hana (2006) y Still Walking (2008). Empleando como base narrativa un breve manga de Yoshiie Gouda, Air Doll fija su atención en las muñecas hinchables, última y más sofisticada (por el momento) parafilia de los hombres japoneses, heredada de su pasión por las maikos y geishas, figuras sumisas hoy en declive. La fiebre por tales juguetes sexuales, muestra suprema del carácter ritualista y enajenante de la cultura de aquel país, ha llegado al punto de que algunas empresas ofrecen celebrar ceremonias funerarias para ellos si muere su dueño, y otras los alquilan a clientes o prostíbulos para su disfrute circunstancial (poseer una de estas muñecas puede costar miles de euros).
Aunque entre las pretensiones de Koreeda se cuentan las puramente críticas, y Air Doll no deja en muy buen lugar ni la manía masculina de cosificar al género opuesto, ni la alienación que se deriva del recurso a sustitutivos culturales, sintéticos o virtuales de las relaciones personales, su lacónica realización trasciende su denuncia —en ocasiones superficial— de los entresijos perversos de una sociedad. Merced a las escapadas de Nozomi por los suburbios de Tokio, Koreeda perfila una suerte de fábula post-industrial que aspira a redescubrir y redescubrirnos la cotidianeidad de la que hablábamos al principio de esta crítica; a revalorizar los gestos y los paisajes urbanos; a refundar la imagen del mundo, obligándonos no a transitarla, sino a habitarla.
Se ha hablado mucho de la influencia de Yasujiro Ozu en Koreeda, vistos los rasgos estilísticos serenos, reiterativos y depurados que comparten ambos directores. Sin embargo, un análisis comparativo de Cuentos de Tokio (1953) y Still Walking, títulos de innegables paralelismos, nos descubría que, si en Ozu eran ineludibles la presencia humana, una dialéctica entre formas de vivir, una comprensión madura de nuestra existencia propia de la modernidad cinematográfica, en su posible heredero reina una ausencia melancólica, un despojamiento trémulo revelador de “una mirada discapacitada, necesitada de prótesis para conjurar un imaginario que no sólo penetre en lo real, sino que lo subvierta e inquiete” (Carlos Fajardo).
Por ello, que Nozomi sea un artefacto, un objeto de funcionalidad “ornamental, pintoresca y complaciente”, resulta fundamental para que Koreeda pueda invocar el asombro estético y emocional del espectador ante lo que se le muestra, como si fuese la primera vez que lo ve. Aunque se trate de la basura depositada en la calle por los vecinos. Al fin y al cabo, Nozomi es traducible al castellano como Esperanza. "Se calcula que en Japón", escribe Vicente Verdú, "hay actualmente más máquinas expendedoras de productos de todo tipo que habitantes; máquinas cordiales e inteligentes que piensan en los consumidores, han estudiado sus peripecias, y han proliferado insólitamente como seres vivos que confortan a seres vivos".