Abrir un debate sobre un tema como la eutanasia, implica llenarse de voces y opiniones, de discursos cruzados que suplen temporalmente a tradicionales conversaciones de menos enjundia. Pueden ser la alternancia a una charla deportiva, del necio mundo del corazón o del último estreno en las salas de cine. Pero son siempre eso, temas para acallar el silencio entre cafés, para tratar de batir las argumentaciones contrarias de forma más o menos implicada.
Casos como el de Ramón Sampedro hacen palidecer a toda esa variedad de discursos. Su punto de vista, como parte verdadera del problema, a él le impedía cesar de planteárselo. Poco le resolvía lo estéril de esa dialéctica, lo que para el resto era sólo una opinión, para él era su vida.
Emprisionado en la tetraplejia, con la determinación de poner fin a los días de una vida que ya no era la suya, sino el legado burlesco de quien había recorrido el mundo para llenar sus pulmones de libertad, su forma de ver la muerte tenía necesariamente que estar más cargada de ideas y respuestas, pertrechadas a lo largo de cada uno de los minutos que había pasado encerrado en su cuerpo, obligado a quedar sólo esperando aquello que se le negaba.
Uno de los grandes méritos de Alejandro Amenábar es ese. Recoge de Sampedro su visión libre, que huye de querer representar a nadie de la misma forma que no quiere que nadie le represente a él, y lo muestra hablando de su propia realidad, que pretende se imponga sólo allá dónde llega –o debería llegar– su voluntad. La coherencia de sus palabras, el fiel reflejo de una mente tan ágil que hace comprender lo terrible e injusto de su enclaustramiento, se muestran con la emoción de unos ojos cansados y curtidos que se clavan en el rostro de un desaparecido Javier Bardem. Desaparecido porque donde el actor yace, resurge la fuerza del gallego, toma su voz para recuperar los ecos de su causa, y la devuelve al lugar en el que quiso ponerla, no por él, si no por los que como él estaban: si pocos habían entendido y respetado su deseo de acabar con todo, gracias a la comprensión de ese estado él se sentía obligado a avanzar por los suyos y aportar su muerte al resto.