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El poder tendencioso de la historia

Un artículo de Víctima 2046 || 01 / 7 / 2010
Víctima del celuloide

Se abre el telón. Un joven corre desesperado hacia el otro lado del escenario. Queda atrapado por un muro que le impide cualquier sueño de fuga. Imperturbable, otro hombre avanza hacia él, con movimientos mecánicos. Cuando está a su altura desenfunda un arma, el joven suplica. Disparo. Se cierra el telón.

Una simple historia, incluso desprovista de la más mínima información, ya puede llamar a los prejuicios que durante años han ido sedimentando en la mente del espectador. Es decir, son pocos los datos que un espectador necesita en una trama como esta para concluir “maldito, le ha matado a sangre fría”, en tanto otro necesita igual de poco para afirmar sin tapujos un “algo habrá hecho”.

Más claro aún. Pongamos que el verdugo viste las ropas del tercer Reich. Que la víctima es un judío desvalido. Claridad absoluta. Imaginemos ahora que es el judío el que porta el arma, que es el nazi el que queda arrinconado. Clarísimo nuevamente. Que en lugar de eso es el judío el que avanza, un palestino el que huye. O viceversa. Y cada uno de estos estados de opinión, rotundos ellos en una u otra dirección, siguen prescindiendo del transfondo de la historia de ambos personajes. Si realmente merecían o no –o si alguien puede llegar a merecerlo– ese destino. Algo que puede ser juzgado por el público sólo viéndoles cruzar la pantalla, en el más desnudo ejemplo de historia.

“Estoy totalmente en contra de la pena de muerte”, sentenciaba Philip Seymour Hoffman cuando le tocó interpretar a Capote en el 2005 en la cinta del mismo nombre, “salvo que toquen a uno de mis familiares”, añadía para concluir la frase, en una cita que es un ejemplo en sí mismo de lo que supone completar la historia para dar con un juicio diferente. ¿Cuántos son los que piensan de una u otra manera por la historia que les ha tocado vivir, por las compañías que les han rodeado o, incluso, por las historias a las que han atendido?”. He ahí su poder, el que puede ser tan seductor como manipulador, el que muestra a unos un camino de antemano, sabiendo el destino al que pretenden conducirles.

Víctima del celuloide



Atender al discurso del cine español es para muchos una extensión de alguna forma de justicia con que nivelar la visión que este daba durante el franquismo, mientras que para otros una nueva forma de sesgo impuesta por las poses y servidumbres propias de una profesión con demasiadas limitaciones de autoría o variedad ideológica, de una forma de arte de la que se han apropiado unos pocos. Dibujar a tipos de sotana como pederastas de manera generalizada es un contraste tan falso como el de recrearlos como hombres cargados de sabiduría y bondad por el sólo hecho de vestirla. Y este prejuicio tan tópico en ambos sentidos es un clásico tan sencillo, como el que durante una época se desarrolló para hacerse con el corazoncito de los espectadores a base de exculpar a condenados a muerte.

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Lo interesante en este último caso es, atendiendo a esas pobres víctimas que permanecen durante años en el corredor de la muerte por actos justificados por su dura vida ¿cuántos no cambiarían de opinión si estos pasaran a ser maltratadores de mujeres –etiqueta de relumbrón estos días–, pedófilos –otro tema con sensibilidad rotunda– o depredadores cuyo salvajismo sí hubiéramos apreciado en primera fila? ¿y cuántos no volverían a cambiar su criterio, así, en un suspiro, como si discutieran del menú de la comida, si volvieran a atender a la historia de algún preso condenado injustamente, o enviado al corredor sólo por no poder pagarse un mejor abogado?

Ese poder de la historia al formar juicios e ideologías es el que hace tan peligrosos muchos de los mensajes, unas veces limitándolo a la audiencia que saben que les dará la razón (haciendo echar pestes al resto), otras siendo capaz de convencer a la platea mientras olvida aspectos de una realidad alejada para el espectador que podría encontrarla en el cine.



Cuando algunos vimos en Crash (Paul Haggis) una ocasión para congraciarnos con el cine de historias con justo mensaje, en un entramado tan hábil como realista de vidas cruzadas (racistas víctimas del racismo, infames policías capaces de la mayor de las heroicidades…), hubo quien quiso reducirlo a una apuesta menor –entre facilona y efectista– al no captar la importancia de su propuesta. Pero son casos como esos en los que el autor debe reafirmar la especial validez de su mensaje, de uno que sí debe ser escuchado, aquel que por encima de las ideologías y los juicios de valor prefabricados, surge de historias concretas que la ficción nos muestra no para anular nuestra forma de ver las cosas, sino para hacerla más precisa y dotada de los justos prejuicios. Entonces, una vez más, la ficción pasa a ser algo útil, algo que nos enriquece más allá de dar con el ruido de fondo para una sesión de palomitas.

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