Una peícula no ya nefasta, sino suicida en varios aspectos.
Que, a cuenta de Tom Cruise y Cameron Diaz o algún que otro recurso argumental, Noche y Día suscite un par de reflexiones que permiten lidiar con su naturaleza limitadísima de blockbuster estival, no quita para que nos hallemos ante una película esencialmente nefasta. Una combinación de espectáculo, acción, comedia y romance con la excusa de una fuente de energía inagotable ambicionada por mafiosos, espías vendidos al mejor postor y un superagente secreto, que no destila ni un átomo de convicción en todo su metraje.
El simulacro de historia, que acumula casi tantos guionistas sin acreditar como localizaciones desaprovechadas; la realización de James Mangold, que imita en los primeros instantes al Stanley Donen de Charada (1963) y pasa a remedar en los últimos al Michael Bay de Dos Policías Rebeldes II (2003); la pericia técnica que se le supone a Hollywood y que brilla sorprendentemente por su ausencia en varias escenas; y la desesperada jovialidad que transmiten las sonrisas agarrotadas de Cruise y Diaz, ejemplos ambos de un star system en extinción, convierten la misión de Noche y Día, hacer pasar un buen rato, en imposible.
La película es incluso suicida en ciertos aspectos: nos deja perplejos que Cruise, en un momento delicado de su carrera, opte por encabezar el reparto de una producción que desmitifica títulos como Misión Imposible y sus secuelas, únicos asideros que le quedan hoy por hoy para mantener su estatus de estrella; la apuesta del actor —similar a la planteada por Arnold Schwarzenegger en El último gran héroe (1993) y por dos guionistas habituales de la franquicia Bond, Neal Purvis y Robert Wade, en Johnny English (2003)— se salda con peligroso descrédito.
El mismo que provoca para Noche y Día la decisión (achacable a problemas con el guión y el montaje) de emplear elipsis continuas en su segunda mitad para eludir mostrar cómo el agente Roy Miller (Cruise) y su cómplice accidental de correrías, June Havens (Diaz), salen con bien de determinadas situaciones de riesgo; la consecuencia es que, cuando James Mangold se detiene en alguna porque toca, somos plenamente conscientes de la arbitrariedad, y nos desentendemos emocionalmente de lo que vemos.
Pero, por otra parte, tales elipsis representan los únicos puntos de interés de Noche y Día: en primer lugar, porque subrayan el carácter de fantasía cumplida que tienen para June las aventuras vividas junto a Roy, materialización imprevista de deseos revelados en detalles como sus botas vaqueras, su afición heredada por los muscle cars y uno de los títulos desechados para el film, Wichita (de obvias reminiscencias al Far West); y explicitados, asimismo, en un temprano diálogo mantenido con Roy en un avión, que funciona a la vez como guía evidente del modo en que ha de tomarse el espectador la película.
Y, en segundo lugar, porque al cambiar Noche y Día en los minutos postreros su punto de vista, mostrándonos a quien parecía en principio el más realizado de los dos personajes, Roy, como depositario de anhelos a satisfacer, Mangold esboza unos apuntes de interés en torno a la identidad (título de uno de sus films), las expectativas vitales y el peso de la mirada ajena que van más allá de la ficción para impregnar de un sentido llamativo la trayectoria de los actores protagonistas, y más en concreto de Cruise.
No es la primera vez: cintas previas del director como Heavy (1995), Inocencia interrumpida (1999), Kate y Leopold (2001), En la cuerda floja (2005) y El tren de las 3:10 (2007) pivotaban mayormente en torno a dos personajes, cuyos pulsos ideológicos no siempre terminaban por discurrir a favor de quien se esperaba. Y tanto la citada El tren de las 3:10 como Cop Land (1997) jugaban con las imágenes respectivas de Russell Crowe y Sylvester Stallone, dispensados por un rato de cumplir con las expectativas del público. También Roy Miller/Tom Cruise parece debatir interiormente en alguna secuencia de Noche y Día sobre su condición autoimpuesta de caballero andante, de héroe sin mácula, y el desenlace de la película parece liberarle de ella, como ya sucedía en Misión: Imposible III.
“El fracaso no es una opción”, se escuchaba en Apollo 13 (Ron Howard, 1995). Para un tipo tan exigente, controlador y perfeccionista como Tom Cruise, el fracaso puede llegar a ser, según cómo se lo tome, una opción, un destino temido, o una bendición dictada por su subconsciente, como lo es la elección de June como compañera de fatigas por parte de Roy.