Se percibe en esta película una inquietud creativa por dar cuenta de lo fantástico en términos no únicamente lúdicos y espectaculares, sino también mínimamente siniestros; por tanto, más enriquecedores.
A cada época, también en lo referido al cine, le corresponde sufrir la imposición de determinadas modas. Tanto más opresivas cuanto más reductoras del coeficiente intelectual colectivo a su máximo común divisor. Por eso, las mutaciones que ostenta una moda en comparación a las precedentes, y las excepciones que confirman sus reglas, suelen ser a la postre los aspectos más reseñables de todas ellas.
En la última década, el fenómeno Harry Potter ha propiciado un aluvión (moda) de adaptaciones de libros infantiles y juveniles progresivamente perezosas, insulsas y caprichosas, en respuesta a la idiosincrasia de un sector de población al que ha sucumbido la cultura popular al precio de ignorar las facetas más adultas del género en que se encuadran muchas de sus manifestaciones: el fantástico.
Ello no quiere decir que las tales manifestaciones carezcan de atractivo. Básicamente, el que brinda su perspectiva inédita, mutante, sobre claves sancionadas por la costumbre. Así por ejemplo, Crepúsculo y sus secuelas, producciones infectas, merecen atención porque violan sin siquiera pretenderlo numerosos dogmas de fe (por tanto, ya poco "transgresores", "estimulantes" o "subversivos") en torno a los vampiros, los hombres lobo, el papel de los sexos en la ficción, y las prerrogativas diegéticas y extradiegéticas de la fantasía.
A su vez, si El Circo de los Extraños —basada en el primero de una saga literaria de doce títulos escrita por Darren Shan— es una película interesante, hay que achacarlo a su carácter de excepción respecto a la pueril mediana definida por las versiones de los libros de J.K. Rowling y Stephenie Meyers, Las Crónicas de Narnia o La Brújula Dorada.
Se palpa en las aventuras del adolescente protagonista (a quien encarna Chris Massoglia), obligado por circunstancias diversas a transformarse en vampiro y unirse a una feria ambulante que integran las más extrañas criaturas, una sordidez mayor de lo habitual, una preocupación por dar cuenta de lo fantástico en términos no únicamente lúdicos y espectaculares, sino también mínimamente siniestros; por tanto, más enriquecedores.
Así, aunque el ámbito del circo regentado por Larten Crepsley (sorprendente, magnífico John C. Reilly) cumpla —como el colegio Hogwarts y el pueblo de Forks— una descorazonadora función de reflejo imaginario apenas disociado de una realidad conformista, las referencias escenográficas y argumentales a películas como El gabinete del doctor Caligari, La parada de los monstruos, Vampire Circus o Freaked otorgan a las imágenes de El circo de los extraños tonalidades más lúgubres de lo esperado, como ya sucedía en la sintomáticamente poco popular Una serie de catastróficas desdichas de Lemony Snicket, otra reciente excepción.
Además, de las amenazas que han de afrontar los miembros de la feria, monstruos respetuosos con los seres humanos a diferencia de otras razas de la noche que pueblan la ficción, emana un aura de verdadero peligro; y el carácter irresoluto de Darren y su inclinación por el universo de los vampiros en perjuicio de su familia y su amigo Steve (Josh Hutcherson), suscitan cuestiones morales y emocionales de cierto calado.
Lo inspirado de fotografía y dirección artística, reminiscentes en sus mejores momentos del Tim Burton de los ochenta; y la soltura narrativa que manifiesta el director Paul Weitz, bastante más recomendable hasta la fecha que su hermano Chris (firmante de las ya citadas y nefastas La Brújula Dorada y La Saga Crepúsculo: Luna Nueva), terminan por hacer de El Circo de los Extraños una película, desde luego, sumisa a las constantes actuales del cine para la chiquillería apuntadas al principio de esta crítica; pero con las suficientes líneas de fuga como para que su visionado no constituya únicamente la enésima constatación de una tendencia.