El cine y el deporte tienen tradicionalmente una relación difícil. Las grandes gestas deportivas no admiten siquiera el filtro del diferido frente al atractivo del directo, por lo que difícilmente las películas centradas en ellas puedan recibir aceptación más allá de cuando vienen acompañadas del subtítulo de “basadas en hechos reales”, para recordar que lo que en ellas se narra de especial, no sólo es factible, sino que de hecho ya ha sucedido. Una interesante relación con la ficción porque de otra forma las remontadas, las frases épicas, los personajes que deciden vencer a la adversidad tomando el protagonismo, parecen irreales e inverosímiles, a pesar de que regularmente tenemos muestras de ellos en la realidad.

Tampoco ayuda la escasa identificación entre el público cinéfilo -en particular los críticos-, y el deporte. En su pose intelectual hay un cierto desequilibrio a la hora de valorar la importancia del deporte, fruto de una división tradicional que equivocadamente –y dejando en mal lugar a su intelectualidad– separa el ejercicio de mente y cuerpo ninguneando a éste último salvo cuando se trata de idolatrar a una de esas divas a las que se rinde culto por sus formas (y a las que a después se desprecia por no fijarse en la supuesta intelectualidad del supuesto intelectual).

El tema de hecho esconde más contradicciones ya que, lejos de ir por caminos separados, el deporte –como saben quienes lo practican– no sólo sirve para forjar carácter, armar tenacidad y mejorar de forma natural el estado de ánimo, sino que también da para esos momentos vibrantes a los que antes nos referíamos, en ocasiones demasiado brillantes para no admirarlos como al mejor de los guiones.

No falta quien en las conjuras conspiranoicas entiende que lo que sucede en una temporada de fútbol, de Fórmula 1 o entre canchas de la ATP, es demasiado interesante para responder al libre albedrío. Es decir, que las ligas tienen un rumbo prefijado, que determinado piloto es designado como campeón antes de que éste arranque el motor, y que sucesivas decisiones arbitrales o aparentes caprichos del destino, terminarán por cumplir con ese rumbo preestablecido. Y de hecho en ocasiones hemos visto como efectivamente había apuestas en la parte de atrás manipulando resultados, cómo diversas presiones condicionaban el resultado, cómo polémicas decisiones se imponían sobre la actividad puramente deportiva. Pero todo forma parte de un argumento, paralelo en este caso, en el que otros protagonistas indeseados competían por un plano en las portadas de los periódicos deportivos dando con un conjunto necesariamente interesante. Cierto que los lectores de estos periódicos pueden estar buscando argumentos simplificados, para desdén de quienes se sienten dotados de un especial juicio crítico, aún cuando regularmente en la gran pantalla estos cedan ante apuestas simples de ficción obligados a reconocer su capacidad de entretenimiento (algo que se pierden en los diversos deportes), prolongando esa división cine-deporte (por no hablar de la superficialidad simplificada de muchas de las revistas de cine, a la par con los citados tabloides).

Es probable que nunca veamos una acumulación de términos pedantes en el curso de un análisis crítico deportivo, dispuesto a desmenuzar metáforas y analogías en los momentos de gloria en que rueda el balón, o en que determinado piloto logra imponerse haciéndose dueño de un deporte antes desconocido en su país. Pero también que entregados a la causa y con algo de conocimiento sobre su argumento y “castings”, son demasiadas las películas o libros que desearían para sí tramas tan ricas como las que se cuecen en algunos de los episodios deportivos, y que rechazar formas de entretenimiento desde la distancia por una supuesta posición cultural privilegiada, siempre ha sido una forma equivocada de entender la cultura y lo que esta debe suponer en cuanto a aceptación de distintas realidades, sean o no culturales, dignas o no de grandes elucubraciones.