El realizador intenta dejar su impronta en los largos planos secuencia donde se integran la coreografía de artes marciales, los efectos especiales y los encuadres calculados, pero no evita un resultado global arrítmico y endeble.
El cineasta norteamericano de origen indio M. Night Shyamalan ha sido durante la última década uno de los alicientes que han tenido los aficionados para asistir a las salas. Dueño de una caligrafía y temática precisa que entretenía al espectador sin faltar al respeto ni un sólo momento a su inteligencia, su estilo ha ido desvaneciéndose entre elucubraciones de su propio universo y los requerimientos de una industria que lo ha fagocitado hasta hacerlo irreconocible.
No hay que exculpar al propio cineasta de esta pérdida de identidad y brillantez. Cierta soberbia sobre su condición de director-estrella (se niega a rodar lejos de Filadelfia, su residencia) y la aceptación de encargos absolutamente destinados al consumo mainstream, parecen haber dado al traste con las características de un cine que encandiló a medio mundo con El sexto sentido (1999), El protegido (2000) y Señales (2002).
El Bosque (2004), aún siendo una película muy apreciable en sus recursos, empezó a registrar cierta recreación del autor en su estilo, cierta complacencia en sus dotes y las primeras reticencias a sus películas. La joven del agua (2006) aún contenía algo de la sintaxis y fantasía urbana del director, pero diluida en un batiburrillo de referencias, efectismos y revanchas (ay, esa muerte del crítico de cine), que marcaron un antes y un después en sus películas.
Roto su multimillonario contrato con Disney (vía Touchstone Pictures, la filial de cine para adultos) que le convertió en el realizador mejor pagado de la historia, Shyamalan ha ido probando con otras compañías sin volver a encontrar el agrado del público. El incidente (2008) era un antiguo proyecto sobre la rebelión de la naturaleza contra el ser humano que el realizador aceptó reducir notablemente para lograr rodarlo. Conteniendo imágenes memorables, quedaba lejísimos de ser una de sus personales y redondas películas.
Ahora nos llega Airbender: El último guerrero (2010), superproducción que adapta una serie animada japonesa que anuncia una franquicia para el próximo lustro, como mínimo. Se trata de la primera vez que Shyamalan adapta un material ajeno aunque hay que reconocer muchas conexiones con algunos de sus temas habituales.
La cinta es un producto orientado al público preadolescente y, como tal, deambula por un filo que le impide ser completamente pueril y completamente seria, pues cualquiera de las dos vertientes espantaría a buena parte de su audiencia. Se aprecia un esfuerzo en hacer inteligible una leyenda de raíces míticas entreverada con la Historia (el pueblo del Fuego es Roma, sin más) con muchos personajes sin profundizar y reducidos a su caracter funcional en el mecanismo de la historia.
El realizador intenta dejar su impronta en los largos planos secuencia donde se integran la coreografía de artes marciales, los efectos especiales y los encuadres calculados, pero no evita un resultado global arrítmico y endeble. Solamente en los planos grandilocuentes inspirados en la trilogía de El Señor de los Anillos y la poderosa banda sonora de James Newton Howard consiguen levantar el ánimo en los últimos minutos de la película. Por si fuera poco, el doblaje al español es realmente flojo en alguna de sus voces y decisiones de traducción.
Nueva decepción, por lo tanto, para los que esperamos lo mejor de este brillante realizador y guionista, demasiadas ya y demasiado continuadas como para esperar que vuelva a asombrarnos a corto plazo. Lo sucedido con el realizador Robert Stevenson en los años 70 nos hace temer lo peor.