La vida en tiempos de guerra

Ha dicho más de una vez Woody Allen que "siempre que tengo éxito me pregunto en qué me he equivocado". Si eso piensa él, que al fin y al cabo es un artista célebre y que, sobre todo en los últimos años, ha hecho concesiones a fin de continuar abrazando el éxito, preferimos no imaginar qué opinión tendrá al respecto su compatriota Todd Solondz...

Solondz tuvo sus quince minutos de fama gracias a Bienvenido a la casa de las muñecas (1995) y, especialmente, Happiness (1998). Pero, cuando quedó claro con Cosas que no se olvidan (Storytelling, 2001) y Palíndromos (2004) que lo suyo no era únicamente provocación, frikismo y extravagancia (valores sacrosantos para la modernez cinematográfica), sino una manera de interpretar el mundo muy poco servil para con los valores dominantes de la corrección política y la bonhomía vital, su carrera quedó paralizada.

Un hecho que demuestra cómo la independencia creativa no tiene nada que ver con los presupuestos abultados o los ajustados, la sumisión al libre mercado o las subvenciones, hacer el caldo gordo a un bando ideológico o a otro. Sino con ser dueño de una expresión individual cuya manifestación suponga, por simples coherencia y curiosidad, un problema para el entorno, que no tendrá piedad con el disidente si ve temblar el suelo bajo sus pies. Por eso siempre se está en guerra íntima con el orden de las cosas. Y quien no lo sienta así, está junto a los vencedores y sus cómplices; junto a los buenos ciudadanos que, tanto da si bajo la égida de José Luis Rodríguez Zapatero, Barack Obama, George W. Bush, Francisco Franco Bahamonde o el mismísimo Dios del Génesis, aceptan de manera bovina, con sonrisa meliflua, la realidad consensuada, el Paraíso Terrenal.

Es la razón de que a Solondz le haya costado seis años volver a dirigir, y de que su regreso lleve al paroxismo su angustia existencial y una sensibilidad límite, ajena a cualquier subterfugio artístico que manipule emocionalmente al espectador. "En los suburbios de la felicidad", subtituló Jordi Costa su magnífico estudio sobre el realizador de New Jersey, publicado a la par que se estrenaba Palíndromos. Extramuros de la felicidad, podríamos concluir ya viendo su nueva propuesta, ambientada en Miami pero filmada —por ahorrar costes y en extraña concordancia con lo que estamos tratando— en Puerto Rico, allende la frontera estricta de los Estados Unidos.

La vida en tiempos de guerra es una secuela de Happiness, aunque, como sucedía en Palíndromos, los actores que dan vida a los personajes cambien, y se incluyan también elementos reminiscentes de otras películas de Solondz. Al fin y al cabo, con solo seis largos el autor ha delimitado un espacio propio que, apenas arrancada la película, reconocemos con incómoda familiaridad. Y, rápidamente, uno pierde la cuenta de los primeros planos dedicados a manos que se estrechan intentando hallar consuelo, de los personajes que arrancan a llorar, de las situaciones entre lo grotesco y lo hilarante que dejan al descubierto la estupidez e hipocresía que conforman la normalidad.

Centrada teóricamente en tres hermanas y sus infructuosos anhelos por alcanzar la felicidad y sentirse en paz con el mundo, La vida en tiempos de guerra pronto adopta una dinámica centrífuga en la que hay espacio para los vivos, los ausentes y los muertos; para una suerte de realismo post-apocalíptico fruto de un extremo despojamiento escenográfico, fotográfico, interpretativo y compositivo; para una serie de reflexiones en torno a la monstruosidad, el olvido y el perdón que albergan tanta impotencia como humanidad; y para un apunte colateral acerca del judaísmo que se emparenta curiosamente con algunas ideas plasmadas por los hermanos Coen en Un tipo serio.

La vida en tiempos de guerra tiene defectos, relacionados con su carácter algo reiterativo vistas otras películas de Solondz, y con cierta explicitud en forma de diálogos y situaciones que desmerece del conjunto. Pero, por lo demás, se trata de una cinta tan indispensable como las anteriores de su firmante, que quien no quiera entender ceñirá en exclusiva a un retrato de los Estados Unidos post 11-S (lo que también es verdad, y en ese sentido hay que interpretar muchas de sus diferencias con Happiness) y que, quien se atreva a mirar más allá, reconocerá como una constatación artística demoledora de que, no importa si en tiempos de paz o de guerra, si en 1998 o 2010, los perdedores son siempre los mismos: aquellos que han de pedir perdón por el delito de no saber aparentar que nunca pasa nada, que la vida es una tómbola y está para disfrutarla a costa de quien sea y de lo que sea.