La mirada de Soderbergh sobre los personajes que deambulan por su película es demoledora.
El cineasta norteamericano Steven Soderbergh pasa por ser uno de los profesionales más completos que se pueden encontrar en la industria del cine. En sus películas suele acaparar las labores de dirección, fotografía, montaje, operador de cámara, guionista y, muy ocasionalmente, actor y músico. Casi siempre firma sus distintas facetas con seudónimos.
Desde que fuese recibido con grandes alabanzas mediáticas por su ópera prima Sexo, mentiras y cintas de vídeo (1989), Soderbergh mantiene una doble carrera cinematográfica. La vertiente más conocida es la que le asocia a grandes producciones con actores de renombre donde siempre deja ver ciertas dosis de compromiso social y cercanía a las ideas del Partido Demócrata. La menos conocida está compuesta por pequeñas películas, piezas de corto presupuesto y duración que normalmente observan comportamientos de grupos humanos reducidos y sus afecciones morales y sentimentales.
Es indudable que los aficionados debemos agradecer el esfuerzo de un cineasta consagrado por mantener esta doble carrera, pues delata a un autor inquieto al que le gusta explorar nuevos territorios sin caer en la pereza que su fama y sueldo podría permitirle holgadamente.
Sin embargo, una duda aflora al repasar los títulos marginales de la filmografía de Soderbergh: no se trata de abordar temáticas que quedan fuera de sus habituales productos para los grandes estudios, de hecho, alguien que ha podido rodar un díptico como Che (2008) al calor del mercado norteamericano, no es precisamente alguien que se deba sentir maniatado en cuento a su carrera. Se trata más bien de ejercicios de estilo, ensayos, en los que el cineasta se recrea en todas las parcelas técnicas que domina probando nuevas texturas de fotografía, posiciones de cámara, alteraciones del tempo narrativo, etcétera.
En esta ocasión, Soderbergh echa mano de una famosa actriz porno como protagonista, Sasha Grey, para realizar un retrato urbanita frío y desesperanzador. Siempre alojados en locales y viviendas de diseño, una prostituta de lujo y un seductor entrenador personal viven la desintegración de su relación por los mismos motivos por los que cualquier pareja lo haría: el hastío y la desconfianza mutua.
Pero lo importante de la cinta no es el ejercicio de estilo del cineasta, o el retrato de la pareja y lo que le sucede, ni siquiera lo llamativo o liberal de sus oficios y la relativa facilidad con la que utilizan sus cuerpos para sus propósitos. Lo importante es la desoladora instantánea que Soderbergh hace de la vida en la megaciudad, de los humanos que habitamos sus colmenas, de ese homo economicus en que nos hemos convertido, cuya única unidad de medida posible es la del dinero.
Trabajos de pago, cuerpos de pago, servicios de pago, relaciones de pago, sexo de pago, belleza de pago... la mirada de Soderbergh sobre los personajes que deambulan por su película es demoledora, la constatación de nuestra incapacidad para llevar a cabo por nosotros mismos cualquier experiencia personal o afectiva si no es comprándola como un servicio.
El resto es nada.