El aprendiz de brujo supone un recorrido trepidante y vertiginoso que cumple con su saludable cometido, el entretenimiento.
En 1938, Walt Disney empezó la producción de un cortometraje protagonizado por ese ratón icónico que ha hecho las delicias de múltiples generaciones, Mickey Mouse. El corto mezclaba la animación con la música clásica y fue llamado El aprendiz de brujo. Consciente de que esos escasos minutos de sinfonía animada no rendirían en taquilla, el corto pasó a formar parte de una de las maravillas que ha dado la compañía, Fantasía. La escasez de ideas que impera en las majors ha llevado a convertir ese cortometraje en un largometraje con personajes de carne y hueso a mayor gusto del cine familiar de palomitas y refresco. Si bien parece una película diseñada para su estreno en épocas navideñas, nos llega en periodo estival para animar el final de las vacaciones de los más pequeños.
Seis guionistas son los que han hecho falta para convertir esa pequeña pieza maestra en una funcional y correcta propuesta que goza de unos holgadísimos medios para destilar la imaginería Disney. Jon Turtletaub, quien ya había trabajado con Nicolas Cage en las dos partes de La búsqueda, y Jerry Bruckheimer, el mayor artífice de macho movies de los últimos tiempos (quien también había producido el nombrado binomio), se vuelven a encontrar para esta aventura simpática y nada pretenciosa pese a contar con uno de aquellos presupuesto superlativos.
La película propone una lucha entre hechiceros que se inició a principios de nuestra era y que ha seguido latente hasta nuestros días. La acción arranca en el Manhattan actual donde un muchacho desata, por equivocación, a las fuerzas de la magía negra. Será entonces que conocerá a Baltazar Blake, un mago que descubrirá que el jovenzuelo tiene dotes para los encantamientos. Años más tarde, volverán a encontrarse y Blake deberá enseñarle las artes y las ciencias de la magia ancestral que él domina.
Dos prólogos narrados a una insólita velocidad son los que sirven de pistoletazo de salida a la producción. Ya desde su inicio, promete una ración de hechizos y acción a raudales y no falla en su premisa. El aprendiz de brujo supone un recorrido trepidante y vertiginoso que cumple con su saludable cometido, el entretenimiento. Incluso puede dar la sensación al espectador de encontrarse en una de esas vagonetas que recorren un castillo encantado lleno de batallas libradas mediante la magia y personajes que han salido de otro siglo. Turtletaub demuestra que tiene un sentido mayúsculo de la aventura y traslada la acción a las calles de la Gran Manzana, sabiendo aprovechar los espacios y ofreciendo maravillosas postales de Nueva York. No hay más que atender a la secuencia que se desarrolla en las calles de Chinatown.
Ahora bien, dada la naturaleza del filme, no se le pueden atribuir más méritos a la propuesta. Su trama argumental recorre todos los tópicos que un producto de estos parámetros parece estar obligado a contener. Mientras que Nicolas Cage resulta más que convincente como el brujo maestro, la elección de Jay Baruchel como el aprendiz se revela totalmente desafortunada. Su interpretación es la de un adolescente atontado y con poca gracia que parece recién sacado de una comedia americana de adolescentes lerdos y calenturientos. Como comparsa del muchacho, la chica mona de turno que parece una fotocopia de Kristen Stewart, aunque teñida de rubio. Todo ellos aderezado con una historia que termina transcurrida la primera hora del filme, algunas incongruencias de guión evidentes y un vestuario ridículo.
Con todo, El aprendiz de brujo no pretende engañar a nadie. Es un filme-festival que rehuye hacer pensar al público y opta por ofrecer una extravaganza colorista y muy divertida apoyada por unos increíbles efectos especiales y una trama que se esfuerza en ser mínimamente imaginativa. Incluso se permite el lujo de homenajear al corto que ha sido su origen seminal y de incluir a unos secundarios que, si bien no lucen sus mejores poses, siempre realzan el tono en pantalla. Desde luego, no es poco.