Acostumbrado a los taquillazos y a las críticas desiguales, Shyamalan, después de esta su sexta película (a pesar de que sólo cuatro de ellas han dado a conocer su complicado apellido) queda reafirmado una vez más como un director de primer nivel, con independencia de lo que quiera opinarse sobre sus labores de guionista. Sus tramas, las formas que emplea en desarrollarlas, generan por norma opiniones encontradas en los espectadores, que rara vez no admiran alguna de sus cintas y repudian alguna otra.
En El Bosque, por encima del inicio y el final, de las claves para comprender la peculiar situación por la que una comunidad decimonónica se encuentra sitiada en mitad de un valle, lo que se desprende con el paso de cada uno de los minutos es una dirección elegante y con clase, con la que amolda la realidad humana de cada uno de los personajes a un enigma que se desvelará de forma secundaria.
Que posteriormente guste o no la explicación, no reviste la misma importancia que el filmado de las emociones individuales y colectivas de quienes viven aferrados a un dogma propio para mantener a raya sus temores. De esta peana argumental, pueden establecerse analogías religiosas, juzgar por ella las utopías de aislamiento del mundo actual como posible salida a sus efectos nocivos y otras tantas cosas más. Pero un grado de romanticismo pausado, ajeno a la búsqueda chirriante del tono lacrimoso —a pesar de contadas declamaciones— se percibe dando forma al mismo escenario, presente en cada pequeño hecho de su modo de vida y en una inocencia que lucha por sobrevivir ante una amenaza indeterminada.
Perdidos entre montañas, los habitantes de la aldea residen en el núcleo de un cuento de corte clásico que la cámara capta con excepcional eficacia. El conjunto de ellos y su individualidad se equilibran en el guión, sus inquietudes se perciben tanto por sus palabras como por sus gestos. La forma en que aquellos de los que no hablamos (nomenclatura al más puro estilo del Voldemort de Potter) se encuentran presentes, configura sencillamente el miedo en su expresión más universal que reafirma las funciones de las propias reglas de convivencia como forma de control.
Lejos de contentar a un público ávido de emociones fáciles que acudirá al recuerdo del Sexto Sentido, Shyamalan se muestra indiferente a las masas que se lanzan al consumo de cintas del susto fácil. El suspense sutil es una emoción de acompañamiento, un ingrediente más junto a un rodaje impecable en el que la banda sonora es la gran aliada para expresar lo que viven sus personajes. Tal vez suceda como en la taquilla estadounidense, donde su estreno reventó cifras pero estas cayeron de bruces a las primeras de cambio. No será el miedo de masas que muchos esperan, pero sí una de las mejores muestras del talento de su director.