Dicen en la compañía de telefonía española por excelencia, que las cuentas no salen, que lo del Internet sin límites es un lastre excesivo para su contabilidad y que además lo es por culpa de unos pocos: los que hacen un consumo masivo, con descargas al límite de su ancho de banda las 24 horas del día, y que terminan por estar financiados y sostenidos por los usuarios de consumo más razonable, que pagan por los excesos de aquellos.
Al lector precipitado, puede que inicialmente se le escape la relación de los movimientos estratégicos de la operadora en cuestión con el cine, y sin embargo lo es mucho mayor de lo que aparenta. No ya porque en estos tiempos en que las historias empresariales de Facebook y Google tienen anunciado salto al cine la de Telefónica no sea merecedora de una posible adaptación... ¿Se imaginan? Su transición de monopolio a su teórica liberalización, las stock options de Villalonga, las genialidades de Alierta para dominar el mundo… sólo con sus personajes, hombres de poder autoconvencidos de haberse hechos a ellos mismos y de ser avezados ejecutivos de mente preclara (por mucho que su gestión del poder haya sido muchas veces caprichosa, posiblemente torpe, pero condenada al éxito por el imperio que manejaban por una concesión de casta) tendríamos para un buen folletín. Lamentablemente la realización española limitaría mucho su atractivo y aquello acabaría convertido en un producto casposo condenado a la sobremesa.
La cuestión es que los movimientos alrededor de la abolición de la tarifa plana, con la evolución “globos sonda, desmentidos, anuncio firme” nos deberían devolver a un tema no suficientemente desmenuzado, a pesar de los ríos de tinta que provoca todo lo relacionado con la piratería (probablemente por haber más de pasión que razón). Es decir, en los últimos tiempos Internet puede haber hecho estragos en la industria de la música, haber simplificado la producción de cine y videojuegos obligando a obcecarse con rentabilidad, y habrá puesto contra las cuerdas a los imperios de comunicación, todo bajo una idea: el usuario lo quiere todo gratis. Y la pregunta es ¿y ese precio por la conexión a Internet, considerada una de las más caras y con menos prestaciones, qué tiene de gratuito?
Cuesta creer que con la experiencia vivida con la compañía de la que hablamos, una diversificación de tarifas para evitar ese uso masivo conduzca a tarifas más reducidas para el usuario convencional. Lejos de eso, todo apunta a un mayor lucro, a cobrar más a unos y otros. Algunos fundamentalistas de la neutralidad en la red (una de esas frases que algunos han convertido en dogma, como si la supresión de determinados contenidos no fuera una constante o si las leyes no tuvieran que alcanzar a la red y allí hubiera patente de corso) piensan que este puede ser el fin de Internet, nuestra civilización o nuestras carteras si nos cobran por todo. Pero desde aquí nos queda una reflexión, molesta probablemente para los neutros: ¿tan inviable resultaría usar Internet no como el enemigo de los contenidos sino como la forma adicional y perfeccionada de comerciar por ellos en que por una vez quien reciba el dinero sea el autor –el autor cuyo producto sí se ve, cuotas o apaños despóticos aparte– y no la compañía que pone simplemente la instalación?
Probablemente, mientras las operadoras sigan a lo suyo, plañideras de su triste destino para pedir más y más salvo cuando se trata de hacer cuentas ante accionistas (momento en que exhiben las ganancias en cifras de vértigo anuales) el problema siga siendo para todos menos para ellas. Si por el contrario algún día se aplica algo de sentido común y la red pasa a ser algo más razonable y funcional, el invento podrá ser no sólo útil para beneficiar a piratas de uno y otro tipo, sino para mantener a los que aportan algo más allá de su simple codicia.