El deseo de producir material trascendente que pueda transmitir la experiencia vivida queda en entredicho al pecar de improvisación y desorden.
Es imprescindible comenzar explicando que Blow Horn no es una película narrativa tal y como estamos acostumbrados a ver, que ni siquiera se la podría calificar de documental, porque no tiene el afán de mostrar algo al espectador como descubrimiento o denuncia, aunque es muy probable que sea la categoría donde menos incómoda se encuentre. Blow Horn es una película contemplativa.
La práctica del budismo en nuestro país, así como en muchos países occidentales, ha ido ganando adeptos desde la década de los 70, cuando el movimiento hippy dejó en evidencia la falta de valores espirituales y el exceso de materialismo que padecíamos en un mundo cada vez más tecnificado y capitalista.
Las religiones tradicionales parecían plegadas también al sistema imperante, dejando a un lado la espiritualidad y comunión con la naturaleza que demandaba un sector de la población. Fruto del creciente turismo y la globalización, las milenarias religiones orientales empezaron a conquistar seguidores en todo occidente, satisfaciendo una necesidad imperiosa de calma interior, paz espiritual y equilibrio con el entorno que un numeroso grupo de personas demandaban frente a la vorágine diaria.
Blow Horn arranca con el inicio de un viaje que varios practicantes budistas hacen desde Girona a la India, donde recibirán la confirmación en su devoción. Tras haber pasado tres años y tres meses de aislamiento y retiro en el centro budista catalán, marchan al monasterio de Sherab Ling acompañados de un pequeño grupo de cineastas comandado por el productor, y ahora también director, Luís Miñarro.
Tras esos breves minutos en los que se traza este comienzo, la película se transforma en una experiencia contemplativa propia de quién también está haciendo ese viaje interiormente. Por la pantalla se suceden muchas imágenes de distintas grabaciones sin una secuencialidad espacial o temporal clara, la mayoría de ellas probablemente de un gran significado para los iniciados en el budismo, y se observan lugares de un país siempre enigmático y deslumbrante que, afortunadamente, nada tienen que ver con las que nos llegan por medio de ese fenómeno del turismo que nos azota.
Miñarro rehuye conscientemente de la narración, dejando apenas explicar a los protagonistas del viaje qué significado tiene lo que están viviendo y lo que estamos viendo. Sin embargo, su deseo de convertir la materia fílmica en material trascendente que pueda transmitir la experiencia vivida queda en entredicho al pecar el material rodado de improvisación y desorden. De su visionado se deduce que el cariz de su intención es fruto de una casualidad o de un alumbramiento sobre la marcha o de la carencia para dotar de cualquier otro significado al material grabado. Baste recordar la cinta El gran silencio (Philip Gröning, 2005) para recordar lo que se puede conseguir como experiencia en el visionado cuando todo el proyecto se dirige hacia ese cometido de forma voluntaria, ordenada y trascendente.
En cualquier caso, no hay que despreciar el intento de Miñarro, cuya visión como realizador en esta su segunda cinta engarza a la perfección con su prolífica y homérica tarea como productor. Luís Miñarro, a través de su productora Eddie Saeta, es responsable de que lleguen a nuestros cines propuestas tan estimulantes y arriesgadas como las de Manuel de Oliveira, Marc Recha, Apitchapong Weerasethakul, Albert Serra, José Luis Guerin o Isabel Coixet, entre otros. Que siga.