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Piratería industrial

Un artículo de Víctima 2046 || 23 / 9 / 2010
piratería

Mientras los dos bloques se dan tortas y no es ya que las soluciones no lleguen, sino que las posibles soluciones, los medios que podrían cambiar las cosas, son cada vez un problema mayor, es inevitable que la esencia de la propiedad intelectual se olvide mientras unos y otros defienden sus cuartos. Es decir, productoras, distribuidoras y medios que viven del tema, reclaman vuelta al redil para asegurar ingresos; usuarios agotados por la permanente explotación a la que son sometidos en cualquier aspecto de su vida diaria, llevarse sin pagar lo que puedan, hagan daño o no a la estructura que se lo brinda.

Con esta forma de hacer las cosas basada en las trincheras y la letanía de argumentaciones sobradamente conocidas, las cifras de recaudación cada día son peores y el usuario cuyo comportamiento se demoniza se pregunta por qué le acusan de no pagar por lo que consume, cuando de hecho su cuota mensual para hacer uso de ese diabólico Internet no es precisamente barata. Que luego no vaya a donde procede, quizá no sea algo de su responsabilidad (pero que alguien se lo lleva por el camino, evidente: no haya red de altruistas filántropos subtitulando a tiempo real).

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En todo caso, entre ese fuego cruzado poco puede aportarse al debate sin que unos u otros terminen por posicionarte en un bando para acribillarte con sus dogmas. Pero todavía existen más cuestiones paralelas que deben plantearse. Porque es cierto que lo sepan o no unos y otros, en la propiedad intelectual hay un algo más que implica una forma distinta de cobrar a la habitual, que la obra sí puede tener un potencial calado cultural (no toda obra, como no todo es arte les pese o no a los modernitos gafipasta) y que merece una atención especial así como un respeto al autor. Pero por eso mismo alguien debería plantearse si de la misma manera que es nocivo quitarle reconocimiento económico y limitarse al expolio tecnológico, no es igualmente dañino someterle a esos excesos de mercadotecnia que vivimos día a día.

Algunos pensarán aquí en la terrible plaga de secuelas que inunda cualquier obra que haya podido tener éxito, algo obligado por las grandes productoras que tanto podrían dedicarse a las salchichas de Frankfurt como a las series o películas. Y los autores, más o menos comprometidos, son fácilmente corruptibles ante cantidades dinero que lo hacen comprensible: una vez encontrada la quimera, es mejor explotarla porque puede no volver a presentarse. Los Alan Moore renegones y huraños escasean.

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Pero hay algo incluso más inquietante. Porque puede que sea deprimente para quien quiere creer en ciertas sagas o caiga seducido por una u otra película ver en qué acaban dejando a ese producto las sucesivas continuaciones (una obligación de alcanzar la mediocridad para descansar que hemos descrito en más de una ocasión). Pero ¿cómo puede consentirse el uso de cualquiera de las obras, incluso de la peor de todas ellas, realizado por las mismas cadenas de televisión que luego lamentan la pérdida de audiencia de determinados productos por el uso ilegítimo que Internet ha hecho de los productos que adquieren?

Antes decíamos que para el usuario es comprensible que en estos días en que a su cartera le dan por todos los lados (en que un bien esencial como la vivienda ha condenado su futuro vía hipoteca, en que el precio de la luz se ha convertido en servicio de lujo entre demagogias y variadas opas de eléctricas, en que las multas, los impuestos y la inflación le han colocado contra las cuerdas…) que intente descargarse gratuitamente con su internet de alto precio lo que pueda para pasar el tiempo. Es la respuesta lógica a los abusos padecidos. ¿Cómo no englobar en esos abusos los que las cadenas cometen con la forma de emisión del contenido? Es decir, ¿cómo no optar por descargarse una serie o película cuando la televisión los somete a cortes de 15 a 20 minutos publicitarios, cuando repiten una y otra vez los mismos anuncios absurdos haciéndonos recordar al gran Francisco Umbral y sus aspiraciones a hablar de su libro, cuando estos cortes se hacen en mitad de una frase o gag mutilando a uno y otro y dejándolos sin sentido, cuando tras un corte vuelve otro de ‘uno, dos o cinco minutos’, cuando en definitiva un episodio de cuarenta minutos dura hora y media y una película de una hora y media dura 3? ¿en qué queda toda esa propiedad intelectual, es decir, autoría, cuando más allá de cargarse su estética con intromisiones a la labor de fotografía de los autores, el guión es quebrado de esa forma, cuando nos cuesta recordar de qué iba esa serie o película a mitad de la descarga publicitaria en el caso de que no podamos seguir viéndola por haberla olvidado al acabar en otro canal, sometidos a nuevas inclemencias del marketing?

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Nuevamente, el precio de cada segundo publicitario hace comprensible que las cadenas hagan lo propio por recaudar el máximo, para que sus ejecutivos de mediopelo se engrandezcan con la contabilidad por un ego desmedido y torpe, incapaz de apreciar la mediocridad de sus decisiones, lo chabacano y dañino culturalmente (aquí sí puede emplearse con pertinencia el termino cultural) de sus modos, sin saber que con semejante poder incluso un niño de cuatro años podría gobernar igual sus empresas. Quizá éste no sacaría tanto rédito a final de mes, pero lo haría con mayor dignidad de la que demuestran al hurgar en los filones con sus personajes barriobajeros del mal llamado corazón, y quizá no explotarían una película de forma tan miserable e, incluso, ilegal (las sanciones se acumulan una tras otra tanto no solo por demandas al honor sino también por incumplimientos de los límites publicitarios: tanto les da pues la rentabilidad sigue). Pero el poder del que abusan se alargaría en el tiempo de mostrar más sutileza, algo de sensibilidad y afecto por ese cliente del que viven y al que maltratan (mención especial para la pausa extralarga de publicidad cuando quedan 2 minutos de episodio).

Visto de esta manera, uno lamenta que los autores de series y películas no se lleven el beneficio de contar con un canal propio vía Internet en que parte de la cuota de nuestra conexión nos permita independizarnos de ese submundo en que la costumbre de postrarse frente al televisor nos roba una parte de nuestras vidas para dársela a unos tipos siniestros cuyos excesos es comprensible acaben pagando algún día. Hasta entonces, la rebeldía frente a sus modos no puede ser más comprensible, la censura higiénica por parte del usuario a sus excesos es prácticamente una obligación moral.



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