El personaje que encarna Richard Jenkins se convierte, gracias a su ceño fruncido y su lenguaje malsonante, en la única válvula de escape emocional para los espectadores con un cociente intelectual superior a 50.
La distribuidora en nuestro país de Come Reza Ama tuvo a bien regalar a los asistentes al pase de prensa de la película lo que pensamos era un ejemplar del libro homónimo en que se basa, obra de Elizabeth Gilbert; una suerte de bitácora de navegación que Gilbert, autora de cierto prestigio en Estados Unidos, escribió mientras recorría durante un año Italia, la India e Indonesia con el objetivo de reencontrarse a sí misma y contrastar sus valores, en una época agitada sentimentalmente para ella. El viaje, detalle de interés, pudo pagárselo gracias a un sustancioso adelanto de su editor habitual.
El caso es que, apenas sentados en nuestras butacas, los críticos comprobamos con desconcierto que el obsequio de la distribuidora no era el libro de Gilbert, sino una agenda ocasionalmente ilustrada con matasellos, fotografías en tonos sepia y manchas de tinta, cuya portada nos incitaba a emprender nuestro propio “diario de un viaje inolvidable”. De inmediato, se apagaron las luces y empezó Come Reza Ama. Y a los diez minutos de visionado, si uno se hubiera decidido a plasmar por escrito sus impresiones sobre la película —que no fueron sino a peor a lo largo de sus ofensivos 142 minutos de metraje— no habría tenido más remedio que dejar la agenda de marras como estaba, en blanco y primorosamente adornada con florecitas y otros motivos ornamentales. Porque eso es exactamente este producto al servicio de Julia Roberts: la nada absoluta, rubricada con un lazo audiovisual monísimo cortesía del director de fotografía Robert Richardson, el músico Dario Marianelli y el diseñador de producción Bill Groom.
El cine de autoayuda no es una novedad en Hollywood. Hacer sentir bien al espectador con menos inquietudes a través de comedias amables y moralistas y de dramas bienintencionados y catárticos es una constante de la Meca del Cine desde sus inicios. Sin embargo, hasta hace unos años, todavía existía en quienes facturaban este tipo de películas un mínimo de inquietud artística, de respeto por el medio en que se desenvolvían y de ánimo por elaborar discursos de cierta altura. Ahora, en la mayoría de los casos, no. Lo único importante es camelar al espectador, dueño aparente de sí mismo e incapaz de elevarse sobre su propia condición.
Y si ese espectador es mujer, menos esfuerzo todavía por ninguna de las dos partes, que para eso su emancipación ha consistido básicamente en que casi todas ellas continúen sumidas en la incultura, la estrechez de miras y la ñoñería existencial de sus antecesoras, pero llevándolo muy a gala. Porque ellas lo valen. Como bien saben los echadores de cartas, los peluqueros, los editores de revistas femeninas y los creadores de Sexo en Nueva York y Mujeres desesperadas, al noventa por ciento de las mujeres se les puede sacar los cuartos con facilidad apelando a ciertos rasgos compartidos: un cómodo victimismo por los milenios de opresión machista, un monstruoso egocentrismo, una monomanía laxa con los masajes y el spa, el deseo liofilizado por chicos malotes con los abdominales bien marcados, la salivación ante las tiendas de Zara Home y Desigual, cuadros clínicos de infinitas dolencias psicológicas y físicas, y una extraña querencia por los cursos de cerámica y cocina, los viajes a París con cenita romántica incluida… y los libros de autoayuda.
Todos esos seres, perdón, mujeres, disfrutarán a tope con la Julia Roberts que transita escuálida y avejentada por las calles de Roma descubriendo lo primitivos pero vitalistas que son los europeos, lo sabrosos que son los spaghetti y que “aunque nunca, nunca, nunca me pondré gorda, no hay que obsesionarse con la dieta”; por los templetes de Bombay, donde hasta los elefantes se prendarán de su sonrisa inabarcable; y por los resorts más chulos de Bali, donde se enamorará de un brasileño histriónico que se parece mucho a Javier Bardem, practicará cucas posturas de meditación trascendental mientras los indígenas le sirven la merienda, y ejercerá de ONG unipersonal.
Renacida espiritualmente después de meses de no haber dado un palo al agua, de haber practicado a lo largo del mundo un paternalismo racista y prepotente, de haber hecho publicidad encubierta de unos cuatrocientos productos (sic) que se han puesto a la venta en grandes almacenes coincidiendo con el estreno en Estados Unidos de Come Reza Ama, y de haber agotado al resto del reparto con las divagaciones más abstrusas en torno a su propio ombligo, Roberts pondrá rumbo a un horizonte dorado en el barquito de rigor (otra obsesión femenina que habíamos olvidado), y el público quedará conmocionado ante la obscenidad ética de lo que acaba de presenciar.
Obscenidad que tiene equivalencia obligada en lo formal. El guionista y director Ryan Murphy procede de la pequeña pantalla (Nip/Tuck, Glee), y ya había dado cuenta de su torpeza y banalidad en su ópera prima, Recortes de mi vida. Come Reza Ama, un proyecto más ambicioso, es muestra definitiva de su impericia, conformándose en el fondo como una miniserie de tres episodios cortados por el mismo patrón: plano/contraplano, atropello narrativo, pésima concatenación de tiempos y espacios, proliferación de lo anecdótico y lo impactante sobre lo funcional… Julia Roberts es, para su desgracia, la estrella de la función, lo que deja en evidencia lo agotado de sus recursos dramáticos y fotogénicos. Pero a Javier Bardem también se le da la cancha suficiente como para que haga un ridículo espantoso, y sólo Richard Jenkins termina salvándose de la quema gracias a un personaje que, con su ceño fruncido y su lenguaje malsonante, se convierte en válvula de escape emocional para los espectadores con un cociente intelectual superior a 50.
Ante la inconsciencia de la protagonista de Come Reza Ama y lo que refleja a nivel socioeconómico, sólo cabe recuperar aquello que solían espetarnos nuestros mayores, y que a la vista de películas como esta no es sino una gran verdad: Lo que le está haciendo falta a Occidente es una buena guerra.