"El dinero nunca duerme" cargaba con una gran responsabilidad y, por desgracia, no hace otra cosa que perpetuar la ficción malsana que también están empeñados en vendernos los gobiernos y los poderes económicos.
No es de extrañar que al cine comercial norteamericano le haya dado por revisar los ochenta. Cualquiera con dos dedos de frente está haciendo lo mismo, para intentar comprender cómo hemos llegado al tenebroso callejón sin salida socioeconómico en que nos encontramos; a la encerrona vendida por entonces como camino de baldosas amarillas al Reino de Oz, que se nos animó a recorrer jovialmente a los sones de la codicia pequeñoburguesa, el hedonismo consumista y el relativismo intelectual y material.
Entre otros muchos títulos, El equipo A, Predators, Los mercenarios, Jacuzzi al pasado y The Karate Kid han reflejado a lo largo de esta temporada en sus imágenes la pervivencia de tales valores, bien que tamizados por ciertos factores correctivos —la inteligencia emocional, una supuesta conciencia medioambiental, lo virtual, el 11-S, la irrupción de José Luis Rodríguez Zapatero, Barack Obama y demás líderes gaseosos— imprescindibles para reducir disonancias y autoexculparnos del sombrío rumbo que han tomado los acontecimientos.
Un rumbo marcado a fuego por las enseñanzas despiadadas del tiburón de las finanzas Gordon Gekko, protagonista del clásico que prorrogan veintitrés años después su intérprete, Michael Douglas, y su creador, Oliver Stone. "Si quieres un amigo, cómprate un perro", decía Gekko en Wall Street. Si quieres un amigo, hazte de Facebook, nos dirá en breve La red social. Esa es toda la diferencia entre 1987 y 2010: "Los Gordon Gekko del mundo no se hicieron únicamente ricos", afirmaba recientemente Owen Gleiberman, "sino que estaban creando una realidad alternativa que antes o después iba a derrumbarse sobre todos nosotros". No, querido Owen, si antes has logrado migrar a un avatar para retozar libre de responsabilidades por patios de recreo digitales como Pandora.
El dinero nunca duerme, como puede comprobarse, es la secuela/revisión del cine de los ochenta más pertinente que imaginarse pueda. Y si nos ha decepcionado ha sido, paradójicamente, porque aborda a la perfección ese proceso adaptativo por el que hemos conseguido que la apariencia, lo hiperreal, disculpe nuestros comportamientos pragmáticos y ruines, lo real. Tan a la perfección, que termina por erradicar cualquier arista analítica en nombre de una aquiescencia complaciente con la evolución de las cosas.
Así, los primeros minutos del film nos muestran a Gekko saliendo de la cárcel en 2001 tras cumplir la pena impuesta por los delitos económicos que cometió en Wall Street, y pasando un tiempo en la oscuridad hasta que en 2008 lanza un best-seller que pronostica la presente recesión, y trata de reconciliarse con su hija Winnie (Carey Mulligan). Winnie es una bloguera enrollada y comprometida con la ecología, pero ha tenido el curioso tino de elegir como pareja a un émulo de su padre, un ambicioso broker llamado Jacob (Shia LaBeouf) que trata a su vez de vengar la muerte de su mentor en los negocios, Lewis Zabel (Frank Langella), a manos indirectas de un agresivo directivo financiero (Josh Brolin).
Durante esa parte del metraje, que vuelve a consagrarse como en Wall Street a las intrigas empresariales y accionariales, las derivas de la economía y los dilemas de sus protagonistas, parece que Oliver Stone hubiese recuperado el pulso vibrante que caracterizó su filmografía entre Salvador (1986) y Un domingo cualquiera (1999), época en la que dinamitó con energía maniaca numerosas convenciones ideológicas y formales del cine comercial para adultos, dejando claro que el ser humano merecedor de tal nombre está obligado a afrontar cada día el debate interno que ejemplificaban los sargentos Barnes (Tom Berenger) y Elías (Willem Dafoe) en Platoon (1986), y en el que reside la única esperanza de un cuerpo social crítico y exigente consigo mismo.
Pero, ay, a partir de cierto punto el guión de Allan Loeb y Stephen Schiff empieza a perder fuelle, las motivaciones de los personajes a fluctuar y carecer de credibilidad; lo sentimental y lo derivativo inundan el relato, y se nos acaba pidiendo que transijamos con soluciones facilonas y hasta insultantes para la inteligencia, que desembocan en un final de cuento de hadas que aúna ecografías, celebraciones en azoteas neoyorquinas, la apuesta quimérica por fuentes de energía limpias, y un futuro asegurado por cien millones de dólares en la cuenta corriente... Un panorama hipócrita y evasivo que nos resulta muy familiar, y al que Stone se entrega con una puesta en escena progresivamente conformista, asimilable sin problemas por la adocenada cartelera actual.
El dinero nunca duerme tenía la oportunidad de ser una gran película, y sería injusto no reconocer que está llena de momentos inspirados y que las labores del director de fotografía Rodrigo Prieto o de Michael Douglas son excelentes. Pero el único motivo por el que merecía ser realizada, dar la puntilla al magistral retrato de una situación perfilado en Wall Street, no se ha cumplido. Al contrario, la película contribuye a perpetuar la ficción malsana que también están empeñados en vendernos los gobiernos y los poderes económicos. Aunque suene moralista, El dinero nunca duerme cargaba con una responsabilidad, y al final no consigue ser sino un deprimente signo más de estos tiempos aciagos.