La nueva obra de Mehta ha sido víctima de su propio afán de superación.
La realizadora indo-canadiense Deepha Mehta es esencialmente conocida a nivel internacional por la trilogía que inició en la segunda mitad de la década de los 90 conformada por los elementos, Fuego, Tierra y Agua, siendo esta última la más celebrada y, posiblemente, su obra más conseguida, llegando incluso a obtener una candidatura para los Premios de la Academia. Ahora, y con dos años de demora desde su realización, nos llega Cielo (El cielo sobre la Tierra, por su título original traducido), que bien podría considerarse una extremidad prolongada de aquella tríade.
Si bien las ambiciones de esos tres jalones se erigían en torno al retrato de la mujer en una sociedad eminentemente marcada por el hombre, marco en el que la directora demuestra tener pleno conocimiento y constancia, Cielo insiste en esa temática aunque le introduce una perspectiva mítica parta ofrecer una nueva vuelta de tuerca. Lo que se encuentra en Cielo es una acertada lectura de lo que puede ser un matrimonio concertado entre países y por el cual una joven muchacha del siglo XXI, de nombre Chand, debe aceptar lo que su cultura le impone.
Mehta capta sensiblemente todos los detalles del ritualismo, siempre presente, de la tradición y de cómo las convenciones se demuestran más poderosas que la razón o que el progreso. Se trata de un relato que se revela absolutamente coherente con toda la obra anterior de la directora. Sólo atendiendo al prólogo de la historia, se puede percibir a una gradación de los procesos que conllevan los primeros días matrimoniales o de las convulsiones culturales que supone el paso de una vida autóctona (en la Índia) a una vida en el extranjero.
La obra manifiesta así abiertamente que el ascenso social es algo más que un enlace concertado desde India con un joven –y con toda la familia política- afincado en Canadá que mantiene férreamente sus directrices folclóricas. Hasta aquí, Mehta parece dominar el conjunto narrativo tanto a nivel estructural como a nivel visual. Pero todo parece indicar que, en este filme, la voluntad de la directora han ido más allá, precipitando la desigualdad de sus líneas narrativas.
Súbitamente, Mehta convierte un retrato sociológico llevado con contención en un extraño cuento que forma parte de la mitología índia. Es como si en un filme de Mike Leigh o Ken Loach apareciera una subtrama interna sacada de Las mil y una noches. Todo el camino emprendido en la primera parte vira hacia una vía inesperada que debilita su funcionamiento como película. Deviene en un ritmo apesadumbrado, aderezado con un uso injustificado del monocromo, y demasiado deslabazado que, por momentos, incluso, bordea el esperpento.
Poderosa como retrato social aunque excesivamente inocua como fábula legendaria, la nueva obra de Mehta ha sido víctima de su propio afán de superación. Incluso se puede vislumbrar una nueva vuelta de tuerca al mito del Dr. Jekyll y Mr. Hyde desde la peripecia fantástica. Demasiadas quimeras en una cinta que hubiera tenido que limitarse a ejercer lo que mejor sabe hacer su directora, erigirse como portavoz fílmica de denuncia de las injusticias de la mujer en su país de procedencia.