“Hacer una película son esencialmente dos cosas: confianza e ímpetu” – Terry Gilliam
El proceso de la creación puede haberse industrializado hasta su máximo límite. Todos los engranajes del mercado están dispuestos, preparados para coger a las ideas como un instrumento más encaminado a un fin que, por encima de todo, acaba siendo el dinero.
Es el todopoderoso mandato de lo económico. La expresión del autor, emocionar al espectador, ofrecer fantasías o realidades con las que acercar el mundo separado por la gran pantalla a una mente abierta, son todos fenómenos adicionales importantes en la medida en que sirvan a ese único fin.
No obstante, en lo creativo, siempre hay algo humano. Está el deseo de llegar a un objetivo, de acabar algo. Vencer a un vacío y dar una forma que en el peor de los resultados tiene el mérito de haber construido de la nada una realidad distinta. Y por mucho que todo esté dispuesto para que esa industria cuente con los mecanismos con los que asegurarse el cumplimiento de su fin, para hacer de cada producción una red de trabajo en cadena que dé un determinado producto, a veces el destino es más fuerte que la tenacidad, y lo que se daba por sentado es sólo una ficción que una vez quebrantada humilla a los deseos de grandeza del mayor de los realizadores.
Y queda entonces claro que todos esos mecanismos se unen por algo más que medios. La providencia, el destino, la fortuna o como quiera llamarse, están siempre presentes.
No son molinos, son gigantes
Terry Gilliam es uno de esos tipos ante los cuales cualquiera que entienda el proceso de la creación desde su bando, debe quitarse el sombrero. En su currículo cuenta con un glorioso pasado inserto en uno de los nombres que más representan el humor internacionalmente (Los Monty Phyton’s), cuyo paso por el cine ha dado perlas convertidas en objetos de culto como la inigualable La Vida de Brian.
Posteriormente, ya en su propio nombre, cuenta con cintas como Las Aventuras del Baron Munchansen, El Rey Pescador, o una de las más excepcionales muestras de ciencia ficción como es 12 monos.
Con más de quince años batallando por hacer prevalecer su opinión personal sobre las pérfidas intenciones de las diversas mentes de producción, Mr.Gilliam se había ganado un sobrenombre que se había hecho célebre. Don Quijote. Tal apelativo reflejaba su naturaleza de “visionario soñador que se enfurece contra fuerzas gigantescas”.
No es por ello de extrañar que tuviera una cierta simpatía por el personaje de Cervantes, ni que los encargados de documentar el proceso del rodaje de The man who killed Don Quijote se mostraran tan ilusionados por las ricas metáforas que habían en el ambiente y que servirían en su particular ‘making-off’: el fantasioso Gilliam luchando con su alter ego.
Si la pre-producción se inició en el año 99, no fue hasta junio del 2000 cuando se puso en marcha con seriedad. Antes se había iniciado el proceso sin contar con el dinero necesario. Keith Fulton y Louis Pepe, encargados de esa labor de recoger el proceso de rodaje y que habían participado en similar aventura a propósito de 12 Monos, tenían gracias a su relación con Gilliam un acceso sin precedentes. El propio director accedió a llevar un micro sin cables durante todo el proceso para recoger todas sus declaraciones.
Lo que no suponían entonces era el protagonismo que iba a acabar teniendo todo su trabajo. Algo accesorio a una gran producción, el making off, iba a convertirse en lo único que tendrían para llevar a la gran pantalla.