Rara vez una continuación es necesaria, y eso es lo que suele hacer que estas acaben naufragando. Reducidas a una cuestión contable, ya hemos comentado algunas veces cómo el éxito condena a la segunda parte (o tercera...), un sí o sí que años atrás no parecía tan claro pero que estos tiempos de especulación han convertido en dogma.

Puede que sea cosa de la influencia de los modernos economistas, esos grandes estudiosos de una de las ciencias que en los últimos años se ha demostrado más inútiles y caprichosas, pero que por el camino van esparciendo un mensaje obsesivo con la rentabilidad que olvida algo que es tan cierto en las películas como en cualquier mercado: cuando se abusa de un filón, se acaba con él.

Pocas cintas podían tratar esta idea mejor que la Wall Street de Oliver Stone, pocas podían pedir a gritos una continuación. No en vano, el original es el reflejo tanto del cine que posteriormente se ha explotado, como de un argumento que explica lo que ahora estamos viviendo de crisis económica y de valores esenciales. Actualizar a sus personajes y demostrar que el cine es algo más que ruido de fondo para las palomitas era la función debida de su continuación.

Y aquí nos encontramos con otro de los problemas clásicos que también alguna vez hemos descrito (podría decirse que nos repetimos, mejor creer que se trata de tener las ideas claras): un director puede evolucionar tanto en el tiempo, que a veces simplemente sería mejor retirarse.

Oliver Stone es un caso especial puesto que se ha convertido en un personaje extraño cuya carrera en el cine se ha dejado en el camino esa impronta que le conferían su fuerte carácter y sus peculiaridades. Con el norte perdido su afición a platicar con caciques déspotas es solo una de sus contradicciones que debería resultarnos indiferente si la calidad de su cine no hubiera descendido de forma tan dramática. Pero con Wall Street la cosa pintaba de otra manera. Era un tema que conocía (más como hijo de profesional del medio), un guión que le llegaba con un cierto tino, un argumento demasiado vigente como para tomárselo a broma.

Y como acertadamente describía la crítica que publicamos hace unas semanas, el tema no empezaba armándose mal, pero no puede concluir con un mensaje más apropiado si lo que se pretendía era cargarse el espíritu del original. Porque es cierto que Stone puede tener la perspectiva que quiera sobre su obra, que en su senectud puede haberse vuelto blando o especialmente soñador, pero la vena hippie redentora, la apuesta de tiburones por el buen karma (ecologismos inclusive) acuchilla el espíritu de un original que resultaba implacable hasta el último de sus minutos. Quién sabe, igual no es culpa suya y algún productor entendiese que era el mensaje adecuado para estos tiempos, inconsciente de que el autoengaño está dejando de funcionar. Fuera un productor o no el culpable, algún día estos deberían entender que su presión sí sería legítima cuando se trata de mantener mínimamente, dentro de una coherencia, el espíritu de una serie. Y que para sueños para niños ya está Potter.