De Niro se ha convertido en una fiable garantía de mal cine.
El interés de una película cuyo final queda abierto, bien podría medirse por el tiempo que éste le hace pensar a uno qué pretendían contarnos sus responsables. Si tras cruzar la puerta de la sala se ha concluido someramente que estamos ante un caso más de tomadura de pelo, si cruzando los carteles del exterior del cine se duda de cuál de todos era el nuestro, es que su cuestionable desenlace se ha limitado a deshacerse del argumento en el punto en que el guionista dio por válido el peso del libreto.
John Curran (Ya no somos dos, El velo Pintado) lleva así a la gran pantalla el segundo guión en largometraje de Angus MacLachlan tras Junebug, y para ello cuenta con un repertorio de actores de los que logran arrastrar a taquilla a la audiencia más relevante en estos días: despistados comensales de centro comercial que para no prescindir del cine de sobremesa, ojean los póster promocionales del cine de turno para hacer especialmente inútil la labor de los cientos de críticos que pierden su tiempo elaborando juicios irrelevantes.
El cartel en cuestión lo tiene todo ganado con el triplete de Robert De Niro, Edward Norton y Milla Jovovich. Del primero, es justo concluir que a estas alturas –y pese al lúcido público antes descrito– se ha convertido en una fiable garantía de mal cine (más incluso de lo que lo fue de buen cine años atrás), un tipo capaz de arrastrar a Edward Norton al abismo de las malas elecciones profesionales fiándose posiblemente de la alianza con el peso pesado. Eso sí, quien esperara un duelo a propósito del cruce de actores, tendrá que conformarse con medir qué acaba antes, el cubo de las palomitas o el del refresco. Jovovich, cómoda en su carrera de indiferencia limitada a exprimir turgencia ucraniana (y justo es decirlo, luciendo incluso algo más atractiva que en últimas contiendas de zombie), se limita a mostrar pecho para cuestionar los que teníamos por valores esenciales de nuestra civilización: pese a su escasez, aquello casi llega a valer la pena.
Por lo demás, la torturada existencia del funcionario de prisiones al que le cambia la vida Stone (el malote alter ego de Norton), con su revoltosa mujer dispuesta a quebrar todos y cada uno de sus principios, le falta un guionista que dé sentido o coherencia tanto al supuesto plan que pretendía desarrollarse (abandonado en la cuneta de sus bostezos), como a la misma psicología de los personajes, cambiantes o huecos, con un destino tan errático como para concluir sin conclusión (más allá de la que queramos cocinar vocacionalmente gracias a ese perezoso final en falso). “Una película nunca se termina, sólo se abandona”, dijo una vez George Lucas. Probablemente él pensaba en la posibilidad de seguir sacando dólares en el futuro y así ir incrementando su colección de vajillas de cristal de bohemia de una de sus mansiones, no en deshacerse de un argumento mediocre por un cansancio lo suficientemente grande como para que la Jovovich no puede ocultarlo entre sus piernas.