Una película de aventuras tan tonta como efectiva, pero también un espectáculo que disuelve toda barrera entre lo ficticio y lo real, la representación y la retransmisión, lo privado y lo mediático, lo físico y lo inmaterial.
Si alguien está preguntándose por qué el director británico Tony Scott ha vuelto a rodar un thriller sobre raíles inmediatamente después de Asalto al tren Pelham 1,2,3, nosotros solo podemos disculparle: bienvenida sea Imparable, rehabilita a Scott de la abulia narrativa que caracterizó Pelham 1,2,3 y nos remite al brío manifestado en las previas Deja Vu y El Fuego de la Venganza, demostrando que se halla en un muy apreciable estadio de madurez creativa.
La premisa argumental de Imparable es simple y manida, como no podía ser menos proviniendo de Mark Bombak, guionista entre otras de La Jungla 4.0 (una secuela), La montaña embrujada (un remake) y dos películas simplemente horrendas, El enviado y La lista: Dos empleados ferroviarios (encarnados por Denzel Washington y Chris Pine) tratan de detener un convoy cargado de material tóxico y fuera de control que amenaza con descarrilar en mitad de una ciudad. Los diálogos y los conflictos dramáticos son puro cliché, y los ecos de títulos como El tren del infierno (1985) y Alerta máxima 2 (1995) evidentes. Lo único que importa: la emoción primaria que propician en el público la alta velocidad, la destrucción de la propiedad y la misión imposible, que generan veinte últimos minutos memorables.
Sin embargo, no resulta insustancial que la película afirme basarse en hechos reales. Como decimos, fuesen estos cuales fueren, han sido reducidos a la ficción más caricaturesca. Pero Scott resucita esa realidad, nuestro presente, a través de una puesta en escena ecléctica y atomizada que recurre a la dialéctica entre códigos formales: en Imparable hay cine, pero también televisión en directo, gráficos, salas de control, móviles y monitores, como viene sucediendo en su cine desde Enemigo Público.
Y ese mejunje audiovisual destila un paisaje contemporáneo en el que tienen la misma importancia una insólita épica obrera y cotidiana, la decadencia de una profesionalidad de la que Estados Unidos siempre había hecho gala, la crisis económica y la responsabilidad en ella de un capitalismo feroz y, sobre todo, una hiperrealidad vivida a través de intermediarios tecnológicos en la que personas y acontecimientos han dejado de poseer atributos significativos, comprometedores, para pasar a tener relevancia exclusiva como valores de signo contextuales. Por ello, Imparable es una película de aventuras tan tonta como efectiva. Pero también un espectáculo que disuelve toda barrera entre lo ficticio y lo real, la representación y la retransmisión, lo privado y lo mediático, lo físico y lo inmaterial.
Si en El diablo sobre ruedas (1971), un hombre solitario se enfrentaba a un monstruo mecánico, y lo que contaba para Steven Spielberg era la disposición y la dinámica de los objetos en relación con el encuadre y el montaje, en Imparable dos hombres se enfrentan a otro monstruo, pero ante los ojos del mundo y luchando por no desaparecer entre los trazos de luz y color en los que Tony Scott resume la amenaza. "El arte se desdibuja al mezclarse con el desarrollo urbano, las industrias del diseño y el turismo. La forma no predomina únicamente sobre la función, sino que determina los modos de hacer política y economía. Se desconfiguran los programas que diferencian realidad y ficción, verdad y simulacro..." (Néstor García Canclini, La sociedad sin relato).