El trabajo de ambientación y el protagonismo de sus dos grandes actores, lo más destacable.
Las relaciones que han mantenido cine y ópera a lo largo de los años siempre han demostrado una difícil amistad, motivo por el que probablemente pocos directores tienen la osadía de proponer la convivencia entre ambas disciplinas. La ópera filmada nunca ha producido resultados excelente -salvo quizás la traslación de Don Giovanni, de Joseph Losey- aunque se trate de un vehículo para acercar las grandes obras del bel canto a las amplias audiencias, sin que el poder adquisitivo o el nivel sociocultural sean factores que determinen su acceso.
Tampoco es una tendencia dentro de este extraño género la actualización o revisión de las piezas canónicas, por lo que la atención de las grandes masas se limita. La Bohème, de Giacomo Puccini, intenta romper algunas de las rígidas convenciones.
Para quien no esté familiarizado con los entresijos que envuelven a los personajes de la pieza, baste decir que se centra en un grupo de artistas bohemios del París de principios del siglo XIX que moran en una mugrienta buhardilla pero sonríen a la vida pese a las adversidades. Dos de ellos, Rodolfo y Marcelo, se enamorarán de dos mujeres muy diferentes. Conocerán las desavenencias del amor así como el acoso de la enfermedad o de la muerte. Puccini basó la escritura del libreto en la obra del francés Henri Murger, Escenas de la vida bohemia, así como en sus vivencias personales en Milán. Hoy se la considera como una de las obras maestras de la ópera italiana.
Es Robert Dornhelm, realizador rumano desconocido para los oídos de la inmensa mayoría, quien se arremanga para insuflarle alma a un producto limitado por sus parámetros endémicos. De todos es sabido que la ópera juega con la exageración interpretativa, con unas performances que priorizan el esfuerzo oral y con unas líneas argumentales simples plagadas de excesivas elipsis y de histrionismo folletinesco. Por supuesto, todo esto persiste en esta adaptación. Claro, ¿quién se atrevería a modificar el texto para darle la enjundia propia del séptimo arte? La respuesta es nadie.
Pese a todo, la intervención de Dornhelm salva el panfleto dignamente aunque no dejemos de estar ante una representación que funciona desde la butaca de un teatro lírico pero no aguanta los primeros planos de una cámara. Su propuesta pugna, casi compulsivamente, por introducir aciertos estéticos que acerquen la obra a lo que es el cine. El director convierte La Bohème en un confuso maridaje entre pasajes absolutamente teatralizados con otros, más elaborados y meritorios, que le intentan otorgar la categoría cinematográfica.
El concurso de Rolando Villazón y Anna Nebretko, intérpretes que han puesto genio y figura en repetidas ocasiones a los malogrados antihéroes, minimiza de igual modo los defectos de la propuesta, pues demuestran una vez más (y en el cine, nada menos) que son posiblemente dos de los mejores conocedores de sus respectivos personajes. A ellos les debemos algunos de los momentos más intensos de su puesta en celuloide. No se puede atribuir este mérito al resto del plantel, que exhibe grandes capacidades en sus registros vocales aunque pocas para el trabajo delante de una cámara.
Más allá de algunas exuberantes soluciones visuales, el magnífico trabajo de ambientación y el protagonismo de los dos grandes mencionados, no hay más que destacar en esta filmación. Los endebles cimientos del género provocan que su lenguaje no encuentre código ni canal optimizados para su transmisión, por lo que la sensación de vacío persiste durante todo el metraje. Sin embargo, las bellas arias que contiene La Bohème se valen por sí mismas.