Bizarrada artística que sólo su autor sabrá interpretar.
Presentada en el pasado Festival de Cine de San Sebastián, Aita supone el segundo largometraje del realizador José M. de Orbe, quien había sido productor de otras obras españolas como Las horas del día, de Jaime Rosales. Esta propuesta se inscribe en la línea de piezas patrias que abogan por la experimentación visual del cine vanguardista. Su referente más explícito sería José Luis Guerín con sus obras Tren de sombras o En la ciudad de Sylvia.
La cinta no posee un argumento en el sentido más tradicional del término. Se trata de una producción pequeña que se recrea en la acumulación de largos encuadres fijos y en los juegos de iluminación que apuestan por el claroscuro. No es una propuesta que pueda digerir agradablemente todo tipo de públicos; incluso puede resultar incómoda por confusa y demasiado abstracta.
Aita, título simple donde los haya que en euskera se traduce como padre, bien podría llamarse Hasiera (casa). La afirmación no es gratuita. El filme se dedica, durante su hora y media, a atender la cotidianidad de un caserío señorial vetusto y ruinoso, único valedor protagonista del relato. Observada a través de los ojos de su cuidador y del comparsa de éste, un cura que se dedica a lanzarle algunas peroratas a la muerte, el espectador explorará este asombroso -que lo es- estudio del espacio sin saber a qué atenerse.
Únicamente tres pasajes se revelan como portadores de un significado filosófico. En ellos, se atiende a unas proyecciones fantasmales en las paredes de las estancias del recinto. El resto de su metraje queda consagrado a la exploración del tiempo y del espacio mediante una serenidad insólita. En el fondo, se podría reducir su concepto a la observación minuciosa, casi naturalista, de una gran casa que parece querer incluir una lectura sobrenatural.
Aita no es más que un longevo inventario de objetos y recovecos siniestros por mucho que sus trampas intelectuales aspiren a otorgarle una calidad trascendental. Donde debería fascinar, el filme se descubre extinto en sus ideas; donde debería crear un intencionado recital artístico, el filme provoca el desconcierto. Como animista ejercicio de estilo puede transmitir ingenio pero sus ambiciones artísticas son, finalmente, las que acaban delatándola como una bizarrada artística que sólo su autor sabrá interpretar.