Volach construye un estimable relato con muy pocos mimbres pero excelentemente urdidos.
Una de las primeras cosas que sorprende en el debut en la realización de David Volach es la elección de un tema tan severo y delicado conceptualmente para una ópera prima como el cuestionamiento de la religión. La segunda es la duración de la película, unos ochenta minutos en los que no falta ni sobra nada.
Siguiendo con acierto la máxima que dice que un artista debe hablar de lo que conoce, de lo que le rodea, David Volach traza un relato de marcado caracter autobiográfico donde un niño encuentra grandes contradicciones entre su sensibilidad frente a la naturaleza que se abre ante sus ojos y las rígidas explicaciones que su padre extrae de los textos sagrados para mostrársela.
Volach viajó en su adolescencia desde la estricta ortodoxia judía al laicismo, y de ahí al estudio de la filosofía, las artes y el cine, debido precisamente a la incapacidad que encontraba en los textos sagrados para explicar el mundo lleno de vida y asombro que la religión le escatimaba. De esta manera, podemos entender My Father, My Lord como la denuncia de quién siente que la religión, la doctrina que supuestamente debe enseñarnos a entender el misterio del universo al que pertenecemos, se convierta en barrera para alejarnos del profundo sentido de lo humano.
Sin poder escapar al fuerte influjo de su propia educación, Volach escribe un película en forma de parábola que podría leerse durante una homilía: la lección justa y divina del todopoderoso contra quién no entiende su sagrada palabra. Elegir el nombre de Abraham (Assi Dayan) para el padre no es fortuito, en la tradición judía Dios pidió a Abraham el sacrificio de su hijo Isaac como prueba de su fe.
Lo que Joel y Ethan Coen han tardado varios años en poder hacer en Un Tipo Serio (2009), su cinta más depurada estilística y temáticamente, Volach lo ha hecho en su primer asalto al cine. Las semejanzas entre ambas obras son muchas, aunque es notable que los hermanos Coen aportan bastantes más voltios de ironía y cinismo en su resolución. Otra referencia en el objetivo del debutante es, sin duda, el cine de Krzysztof Kieslowsky, el director polaco-francés de prodigiosa sensibilidad que, a pocos años de su muerte, se estaba empezando a olvidar y que apunta a recuperarse en cintas como ésta.
Volach construye un estimable relato con muy pocos mimbres pero excelentemente urdidos. El delicioso uso de la elipsis donde basta un plano aberrado sobre las aguas del Mar Muerto para anunciar un suceso; los magníficos planos-detalle, la suave steady-cam en interiores o la iluminación descriptiva (la madre siempre aparece bajo tonos cálidos, frente a los fríos del padre) anuncian a un director de singular y detallista mirada que puede deparar películas de una sensibilidad inusual pero tremendamente necesaria. Así se lo han hecho saber premiándole en varios festivales como Tribeca, Taormina, Tbilissi y... sí, Haifa, Israel.