La labor del montador Armen Minasian es clave para impregnar las imágenes de un frenesí que contribuye a la erosión de trilladas coordenadas genéricas y morales.
Más de uno se echará las manos a la cabeza cuando lea que este thriller protagonizado por cinco glamourosos atracadores de bancos y furgones blindados, un ex-socio vengativo del grupo, un feroz clan de criminales rusos y dos desarrapados policías que siguen la pista a unos y otros por las calles de Los Ángeles, nos ha parecido bastante más efectivo que la aún en cartel The Town: Ciudad de Ladrones.
Esta última ha sido recibida por el grueso de la crítica como si su responsable fuese la gran esperanza del género. Cuando lo cierto es que, pese a basarse en una novela del especialista Chuck Hogan, su armazón dramático estaba descompensado y no sabía soslayar lo derivativo de muchas situaciones; su realización apostaba por una calma chicha que ha sido considerada rutinariamente signo de clasicismo y solidez; y el supuesto naturalismo de que presumía su retrato de Charlestown (Boston), lo echaba a perder el sentimentalismo heroico con que el Ben Affleck director idealizaba al personaje encarnado por el Ben Affleck actor, un poco al estilo de Clint Eastwood. Claro que todo ello puede ser precisamente lo que ha hecho de The Town para muchos una película notable: lo complaciente, agradecido y familiar del conjunto.
Es difícil, por el contrario, remitir Ladrones a demasiados antecedentes. Empezando por su director y co-guionista, John Luessenhop, sin apenas curriculum, y terminando por la abstracción espacial y casi temporal que caracteriza el desarrollo de los hechos, como ya sucedía en la reciente Blindado; con la que la cinta que ahora nos ocupa comparte género, uno de los actores (Matt Dillon) y al montador Armen Minasian, pieza clave de la realización de Luessenhop al impregnar las imágenes de un frenesí que contribuye decisivamente —pese a que es imposible acumular más tópicos por plano— a la erosión de trilladas coordenadas genéricas y morales.
Algo en lo que abundan los puntuales guiños de la película a títulos como Reservoir Dogs (1992) y Amor a Quemarropa (1993), ambos debidos a la pluma del relativista Quentin Tarantino. En Ladrones, los delincuentes se asemejan a hombres de negocios y destinan parte de sus robos a obras de caridad (sic), los policías han sido abandonados a su propia suerte, las autoridades judiciales y sociales brillan por su ausencia, y el desenlace de la intriga sume al espectador en el desconcierto.
Puede que estas cualidades sean vistas más bien como defectos propios de un producto comercial de serie B elaborado por amateurs. En cualquier caso, también el mal cine puede decir cosas sobre nuestro presente, que es al fin y al cabo el tiempo que nos incumbe. Para tratar de reivindicar interesadamente el pasado ya están Clint Eastwood... y sus aplicados discípulos.