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New York en sus películas

Un artículo de José M. Robado || 02 / 12 / 2010
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La generosidad de una pareja de amigos me ha llevado a New York en una breve visita. Para una víctima del celuloide visitar New York es visitar el mayor estudio de rodaje del mundo, ya que la ciudad entera es un plató donde se ha grabado alguna de las secuencias de las películas que forman parte de nuestra memoria.

Y no me refiero a los ya comunes horizontes urbanos que se pueden fotografiar desde Central Park o a la impactante sensación de plenitud sensorial que se puede tener en Times Square. Me refiero a algo tan sorprendente como reconocer la salida de emergencia donde me refugié de la lluvia en la azotea del Rockefeller Center como el lugar donde se encontraban Zeus y Poseidón en la horrenda secuencia inicial de Percy Jackson y el Ladrón del Rayo. Ya véis, no todo son alegrías.

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Y es que sin duda la ciudad dispone de unas condiciones arquitectónicas y lumínicas ante las que es muy difícil abstraerse. Se podría decir que ha sido pensada para que se pueda disparar una fotografía desde cualquier ángulo y rincón, como sucede en esos parques temáticos donde todo está ordenado de modo que la mirada siempre esté dispuesta a recibir un estímulo que le impida distraerse.

Además, hay que considerar el buen trato que los cineastas han dado a esta ciudad. Desde el enamorado Woody Allen de Manhattan hasta el más reciente Martin Scorsese que en Gangs of New York revisó los orígenes cruentos de esta metrópolis, todos han colaborado en señalarla como la ciudad más importante del mundo, ésa donde sabes que si algo importante está sucediendo, es muy probable que esté sucediendo allí.

Este alineamiento para resaltar la virtudes de esta ciudad, de sus gentes y modos de vida, que no es otra cosa que la actitud de un país entero, ha sido uno de los arietes con los que la industria del cine norteamericana ha derribado otras culturas y cinematografías extranjeras. La española, sin ir más lejos. No recuerdo que ningún cineasta español haya retratado Madrid como lo ha hecho el más torpe de los cineastas neoyorquinos. Quizá el primer Pedro Almodóvar y el último José Luis Garci de Sangre de Mayo, hayan sido los más preocupados por mostrar algo de la idiosincrasia de la capital, pero están muy lejos de conseguir el efecto de reconocimiento de lugares que puede sentir un español paseando por la Quinta Avenida. Ni que decir tiene de los bochornosos intentos del Ayuntamiento de Barcelona por promocionar la ciudad con engendros del calibre de Vicky, Cristina, Barcelona.

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Los regímenes totalitarios, tanto de origen fascista como comunista, siempre fueron muy conscientes del poder del cine y todos intentaron fraguar una industria que derribase conciencias allí donde los bombardeos dejaban algún resquicio. A nadie le cabe la menor duda de que el auge del nazismo no hubiera sido tan importante sin el genio visual de una cineasta como Leni Riefensthal. Aún hoy visionar los documentales El Triunfo de la Voluntad u Olimpiada es subyugante.

De la misma manera, el modo de vida norteamericano, el capitalismo o liberalismo económico, se ha convertido hoy así en una referencia, en una tendencia dominante en el mundo occidental gracias a la difusión de sus imágenes a través del cine norteamericano, donde vemos las actitudes de unas personas que luego replicamos más allá de nuestra voluntad consciente. De este modo, un andaluz o un extremeño pueden sentirse más cómodos paseando por Broadway Avenue que por la Gran Vía madrileña o la Diagonal barcelonesa. La primera de ellas la reconocen por la películas; las otras dos son donde suceden las noticias grotescas de los telediarios.

Valga como ejemplo la reciente moda entre los jóvenes españoles de llevar los pantalones descolgados mostrando parte del calzoncillo. Muy pocos sabrán que ese original estilo surge de una actitud que los hermanos pequeños copiaron de sus delincuentes hermanos mayores provenientes del Bronx y encarcelados en New York. Los funcionarios retiraron los cinturones a los presos peligrosos para evitar reyertas y daños, lo que les causó este modo de caminar entre la desidia y el desafío del pantalón a punto de caer. Sus hermanos menores llevaron ese modo de vestir al barrio y de ahí saltó al cine.

Seguramente esos mismos jóvenes de pantalones caídos piensen que son españoles, pero no lo son. Son norteamericanos. Todos somos norteamericanos como todos fuimos romanos. Pueden comprobarlo fácilmente en la carteleras de este fin de semana.



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El rincón en que el crítico torturado explica por qué el cine puede ser algo muy grande unas pocas veces, y algo muy, muy miserable muchas otras.

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