Puede provocar bien un hechizo embelesado, bien un cierto desapego indiferente, dependiendo del tipo de espectador que encare su visionado.
Basada en una historia real, Entrelobos nos sitúa en Sierra Morena, allá por 1954. Marcos, de siete años, se ve separado de su familia y acaba entregado por su padre a un cabrero que reside en un lugar remoto de las montañas andaluzas. En aquel emplazamiento trabajará, aprenderá algunos trucos cotidianos que le serán muy útiles más adelante –cuando su supervivencia se complique todavía más–, y entablará una peculiar relación con uno de los lobos de la manada que habita en la zona.
Gerardo Olivares, responsable de las notables La gran final o 14 kilómetros, está detrás de las cámaras en una película que ofrece dos vertientes bien diferenciadas, y que puede provocar en nuestras retinas y mentes bien un hechizo embelesado, bien un cierto desapego indiferente, dependiendo del tipo de espectador que encare su visionado.
El embrujo al que la cinta puede someter al público se debe principalmente al esmero con el cual se ha planificado la realización, de una dificultad que convierte en encomiable el atrevimiento de Olivares y su equipo de narrar una historia así. Hay muchos momentos en que parecemos inmersos de pleno en un documental sobre la naturaleza como aquéllos realizados por Félix Rodríguez de la Fuente que a algunos nos fascinaron y nos marcaron en la infancia, y los resultados son majestuosos, tanto por lo que respecta a las fieras como en lo tocante al retrato de los hermosos parajes donde suceden los hechos. Así pues, es también admirable el mensaje ecologista que se pretende hacer llegar.
Además, la historia del niño abandonado a su suerte en el monte sabe tocar la fibra sensible –ayudada en buena parte por la lograda interpretación del niño Manuel Camacho–, y es probable que mucha gente no se cuestione nada más allá de apreciar lo agradable a la vista que resulta este estreno, y de lo simpático del tono con que se nos narra todo.
La parte del desapego, sin embargo, viene inevitablemente asociada a una cierta torpeza en la realización, que lastra unos cuantos momentos del film, y que va marcando una pauta irregular en la narración. El ritmo va fluctuando, y las escenas más logradas van alternándose con otras menos trabajadas –también en lo que al guión respecta–, creando así una película llena de altibajos que engancha en bastantes tramos, pero que provoca desafecto en otros tantos.
Además de todo esto, nombremos el buen elenco de curtidos secundarios que van haciendo pequeñas apariciones durante todo el metraje, y entre los cuales tal vez deberíamos incluir al propio Juan José Ballesta, usado como reclamo en la promoción pero a quien apenas vemos en el último tramo de película, donde se da un salto considerable que nos deja descolocados y casi listos para una última pirueta temporal posterior, decididamente entrañable, que nos muestra en los parajes andaluces al pastor sin cuya existencia esta producción jamás hubiera existido.