El resultado global queda empobrecido por la reiteración del tema de la película una vez planteado en la primera hora de proyección.
El cuarto largometraje del director mexicano Alejandro González Iñárritu, uno de los abanderados de la creciente cinematografía de su país junto a Guillermo del Toro y Alfonso Cuarón, tenía el especial interés de ser la primera ocasión en que el realizador filmaba un guión propio tras finiquitar de modo abrupto su relación artística con el excelente guionista Guillermo Arriaga.
Tenía cierta lógica que Iñárritu eligiera un territorio conocido en esta su primera aventura como guionista y director, de ahí que el tono de la cinta sea muy similar al de su extraordinaria ópera prima, Amores Perros (2000). Historia de desheredados, de supervivientes que no sólo tienen que luchar contra una sociedad dispuesta a apartarlos para siempre, sino contra sus propias debilidades y defectos, contra la fuente de problemas que suelen ser sus vínculos afectivos y familiares, y contra el estrato social en el que se mueven, donde la vida no suele tener ningún valor.
Sin embargo, el resultado no ha salido redondo. En primer lugar, Iñárritu no juega con varias tramas paralelas como tan magistralmente lo hace Arriaga, en las que pequeños sucesos van perfilando un entramado donde el espectador construye la continuidad y el discurso narrativo. Iñárritu opta por contar la historia de modo lineal y cronológico, más sencilla de seguir pero también menos sorpresiva para el espectador, en la que asistimos a unas semanas decisivas en la vida de Uxbal, un marginado que se gana la vida con diversos trapicheos en Barcelona.
En segundo lugar, el realizador juega una única baza para remover al público, que es la de retratar la decrepitud física de su protagonista y la decadencia moral de su entorno. Si bien este retrato está perfectamente conseguido, fotografiando con acierto la parte menos amable de la capital catalana, la única variación temática que hay a lo largo del metraje es el intento de su protagonista por mejorar las condiciones de quienes le rodean.
De este modo, Iñárritu pone todo su valor en la interpretación de Javier Bardem, soberbia como suele acostumbrar, pero abandona el intento de explorar algún otro territorio (la ignota industria china oculta en las grandes ciudades, los roles de los marginados de distintas etnias, las conexiones policiales con las mafias, la ausencia de una ayuda estructurada por parte del estado) que hubiese enriquecido enormemente el discurso de la cinta.
Queda entonces solamente el retrato quijotesco de un marginado de buen corazón, el mito del buen salvaje de Rousseau que, a pesar de su paupérrima situación, siempre intenta alcanzar la justicia y la bondad en sus comportamientos, aunque ni siquiera sepa cómo deberían ser. Se trata de un tipo de personaje muy querido por el actor, que entronca con su propia ideología y con otros personajes que ha interpretado, como el magnífico Santa al que dió vida en Los Lunes al Sol (Fernando León de Aranoa, 2002).
Tal es así, que el resultado global queda fuertemente empobrecido por la reiteración del tema de la película una vez planteado en la primera hora de proyección, por la recreación excesiva en la sordidez de lo retratado y por decisiones artísticas algo arbitrarias como la virtud paranormal del protagonista o haber elegido un actor demasiado joven para interpretar a un resabiado policía.