Película que no funciona prácticamente en ningún aspecto, delatando una irritante confianza por parte de Álex de la Iglesia en que su imaginario personal no precisa de un trabajo exhaustivo que permita compartirlo.
Hace tres años se estrenaba Los crímenes de Oxford, y desde esta página le achacábamos a su autor, Álex de la Iglesia, que hubiese traicionado un argumentario/imaginario únicos en nuestro cine a favor de la comercialidad más impersonal. A El día de la bestia (1995), La comunidad (2000) y Crimen Ferpecto (2004), por citar tres de las películas más conocidas y representativas de De la Iglesia, se les podía reprochar las irregularidades y arbitrariedades que se quiera; pero resultaba innegable su firme voluntad de concretar artísticamente una manera hipnótica de estar en el mundo, en la que cabían las pulsiones humanas más oscuras (por tanto, más verdaderas), una esquizofrénica relación con los modos de la cultura capitalista, y una fructífera españolidad hermanada tanto con el pesimismo goyesco y el esperpento valleinclanesco como con la acidez berlanguiana.
Con Balada triste de trompeta, De la Iglesia vuelve por donde solía tras el paréntesis de Los crímenes de Oxford. Si cabe, con más ambición y rabia que nunca, aspirando a conformar una fábula alegórica de inmenso calado sobre nuestro desatinado país y el enconamiento fraticida que parece caracterizarlo desde hace ya demasiados años. A través de las grotescas desventuras de dos payasos que se disputan el amor de una trapecista en la España tardofranquista, De la Iglesia ha pretendido exorcizar demonios íntimos y colectivos con una incorrección política extrema capaz de sacar al aire de una vez todo el pus que, basta comparar a diario las portadas de El País y El Mundo, sigue emponzoñando nuestra esfera pública.
Sin embargo, a De la Iglesia le ha vencido otro fantasma muy común por estos lares: el de la chapuza. No sabe uno si porque Balada triste de trompeta es la primera película que escribe sin la colaboración de Jorge Guerricaechevarría; o si porque estaba tan convencido de que iba a dar la campanada que se ha olvidado de hacer otra cosa que vomitar sobre el papel y rodar, el caso es que la película no funciona prácticamente en ninguno de sus aspectos, delatando una irritante confianza en el poder del propio imaginario que no se corresponde con un trabajo exhaustivo que permita compartirlo, salvo desde la complicidad acrítica.
Las interpretaciones son paupérrimas, y no se podía esperar otra cosa teniendo en cuenta que no existen personajes. Los diálogos, burdamente explícitos. La historia, poco más que una acumulación de momentos con resonancia exclusivamente escenográfica o provocadora, de la que el espectador se desentiende mucho antes de que concluya. Las pretensiones metafóricas son de trazo grueso o incoherentes. Más de una secuencia deja en evidencia que el presupuesto no ha sido el que se requería, y la realización está supeditada en exceso a un montaje apenas funcional... Elementos como la música de Roque Baños, los títulos de crédito, ciertos guiños sociohistóricos, la expresividad desvalida de Carlos Areces o la belleza perturbadora de Carolina Bang son apreciables en sí mismos, pero no tienen ninguna oportunidad de salvar un conjunto necesitado de menos inspiración y más sudor. Sobre el procesador de textos, no sobre la actriz protagonista.
Por supuesto que, como escribíamos al principio, el grueso del cine de Álex de la Iglesia ha jugado con la lucha entre el orden y el caos; que la autodestrucción y el descenso a los infiernos como vehículos para el conocimiento de uno mismo forman parte indisoluble de su universo creativo. Pero nunca como hasta Balada triste de trompeta se había palpado en él un abismo tan enorme entre los hallazgos ingeniosos y un humor agradecidamente terminal, y el talento puramente cinematográfico. La autoindulgencia nunca ha sido buena consejera, aunque en España haya devenido uno de los vicios más jaleados y practicados. No es lo mismo, aunque a casi nadie le interese distinguirlo, abordar el caos que ser caótico, otra "cualidad" muy nuestra...
Lo triste es constatar que, si en el cine comercial De la Iglesia ha demostrado unas cuantas limitaciones, y en el más personal tres cuartas partes de lo mismo, es difícil esperar a estas alturas una repetición de lo que ya suena a milagro, es decir, otra El día de la bestia, estrenada hace la friolera de quince años.