Agradezcamos que la precipitación con la que está realizado logre que lleguemos a su conclusión antes incluso de cumplirse los ochenta minutos de metraje.
Gracias a la cinta que aquí nos ocupa estamos ante un ejemplo que ilustra a la perfección muchos de los males que pesan sobre la gran industria hollywoodiense desde hace mucho tiempo. Partamos del hecho de que los productores y los guionistas han echado mano de un clásico de la literatura universal de todos los tiempos, al parecer con el afán de llamar la atención de los espectadores gracias a su demostrada comercialidad.
Sin embargo, Los viajes de Gulliver despoja de cualquier ropaje de respetabilidad al original de Jonathan Swift de 1726, convirtiéndolo en un producto cocinado con precipitación, exclusivamente pensado para las masas poco exigentes. La única historia que merece cierto espacio es la de los lilliputienses, pero su tratamiento espantará incluso a quien, visto lo visto en el tráiler, ya se esperara lo peor.
Así pues, nos encontramos ante una especie de versión single –y cantada por algún ex triunfito, para más inri– de un relato más que respetable, que se ha ganado un lugar en la historia de la literatura de todos los tiempos gracias a su sátira feroz de la sociedad y la condición humana, camuflada como un libro de viajes por países pintorescos. Pero claro, poco de eso puede quedar cuando la idea de partida es crear un vehículo de lucimiento para un actor como Jack Black.
El Lemuel Gulliver interpretado por Black supone una reiteración de prácticamente todos los personajes anteriores de su carrera, con tics ya de sobra conocidos y detalles supuestamente graciosos –esa manía por hacer gala de sus capacidades vocales– que sólo en contadas ocasiones (Alta fidelidad o Escuela de rock) han casado bien con la historia en la que se integraba, dando pie a momentos dignos de ser recordados.
Entre los secundarios, se agradece encontrarnos con una solvente pero desaprovechada Emily Blunt, así como con dos rostros de la comedia televisiva que defienden mejor (Chris O’Dowd, Los informáticos) o peor (Jason Segel, Cómo conocí a vuestra madre) sus respectivos papeles, aunque sumergidos en el marasmo de esta comedia chusca y previsible apenas tardemos unos minutos en olvidarlos, una vez abandonada la sala de proyección.
Volviendo a lo apuntado en el primer párrafo, sólo cabe recomendar huir de una producción anodina donde, con la vista puesta en la taquilla –gracias al tirón de su protagonista–, se devora, tritura e infantiliza al clásico, dando con un título tremendamente convencional y lleno de chistes pueriles que, por desgracia, no es excepción en el contexto de la gran industria norteamericana actual del séptimo arte. Agradezcamos, eso sí, que la precipitación con la que está realizado logre que lleguemos a su conclusión antes incluso de cumplirse los ochenta minutos de metraje.