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En la cresta de la ola - especial de cine
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En la cresta de la ola

El surf en el cine

Un artículo de Pablo Vázquez || 03 / 8 / 2005

Blue Crush, distribuida por UIP, una de las muestras recientes del cine de Surf

Los comienzos: Parias de la arena



Años 60. Bruce Brown, de veintiocho años, ha montado su despacho en la playa para así poder atender a las llamadas mientras escucha el romper de las olas. No es exactamente un millonario, pero así lo ven todos, con más envidia que reconocimiento, por haber logrado sobreponerse a su condición de paria de la arena. Él fue el único del grupo de surfers que tuvo la idea de ponerse a filmar lo que ocurre en el combate diario con el mar, y ahora, gracias a eso, está ahí, en su despacho en la playa, amontonado billetes y sobre una mesa de ochocientos dólares. Tras títulos como “Surf crazy” o “Barefoot adventure”, documentales preñados de un humor casi naif y centrados en una sucesión de entrevistas cortas y exhibiciones de surf, su película “Verano sin fin” (The endless summer, 1966) se convierte en un éxito a nivel nacional. Esto convierte, a su vez, al joven Brown en un hombre de negocios californiano, que puede permitirse sus excentricidades porque su trabajo vende y da dinero.

Ahora no importa tanto que le llamen “loco de la playa”: es un loco con dinero, y lo sabe.
El cine de Brown continúa siendo un referente esencial, objeto de culto para surfistas de todo el mundo, y sus imágenes, toscas pero impagables, constituyen un retrato fidedigno de los años del desmadre y del sentir de la generación beat. Imágenes que filmaba cámara en mano el propio Brown, con presupuestos ínfimos y un número de ayudantes que rara vez excedía las cuatro personas.
Así lo explica Tom Wolfe en su relato “La banda de la casa de la bomba”, excelente crónica sobre una comunidad surf en la playa de “La Jolla”: “(Brown) Sale con su tabla de surf y su cámara montada en un casco de plástico y toma sus propias películas y las edita él mismo y se dedica a pasarlas y narrarlas él en lugares como el Auditorio de Santa Mónica, donde en una ocasión acudieron veinticuatro mil personas para verle en ocho días, a un dólar cincuenta centavos por persona y únicamente tuvo que pagar por pasar la película y el alquiler del local”…¿Quién dijo que el ocio no puede convertirse en negocio?

No sabemos si Brown era aficionado a los autocines y a las sesiones dobles, pero lo que está claro es que supo olerse donde estaba el dinero.

Independientemente de que las siguiera o no, las pistas estaban ahí: a comienzos de década la comedia playera había sustituido a las adoctrinadoras películas de delincuentes, cambiando también a una juventud sucia y licenciosa por unos jóvenes alegres y bonachones, que sólo tenían la sana intención de divertirse, bailar y enamorarse. La arena, el amor y la música, junto con unos discretos juegos sensuales (no podemos hablar todavía de sexualidad propiamente dicha, aunque algunos títulos como “Where the boys are” bordeaban los límites de permisividad) iban a campar a sus anchas en el cine de consumo. El surf, bien como elemento decorativo o como base de las tramas, estaría presente desde su película fundacional, “Escándalo en la playa” (1963), dando lugar a esas escenas de risibles efectos visuales luego parodiadas hasta la saciedad, y continuaría en toda la saga protagonizada por Frankie Avalon y Anette Funicello, y en títulos aislados que incluían además elementos fantásticos para animar el guiso, tales como “Horror of party beach”, “Village of the giants” y “Surf terror”. Chicos y chicas sobre las olas, monstruos con tentáculos gomosos, bikinis y música rock: ¿alguien da más?

Sí, pero habría que esperar a los setenta. A otro despacho, a otra mesa de tantos dólares, presidida en esta ocasión por un hombre distinto: contrahecho, severo, capaz de coger a un asalariado por el cuello y apretar con fuerza si se le pasaba por la cabeza que era el culpable de que una toma no funcionara. A un anarquista de extrema derecha, cuyas obras son puntuadas por esvásticas en las ciberpáginas neonazis: John Millius, no hace falta decir que, al margen de todo esto, uno de los últimos grandes de Hollywood. La película es “El gran miércoles”, crónica surfera que, en sus manos, adquiere el brío y el aliento épico necesarios para retratar una época (histórica) y un momento de la vida (el inevitable paso a la edad adulta) sin renunciar a un enfoque personal. Si bien la película es recordada por muchos como el inicio de la decadencia de un autor que ya se había labrado un nombre de oro (ahí están sus dos excepciones primeras películas, “Dillinger” y “El viento y el león”, o sus libretos de “El juez de la horca” o “Las aventuras de Jeremiah Jonson”), no cabe duda de que “El gran miércoles” supone una de las miradas más serias sobre el deporte de las tablas y un acercamiento dramático matizadamente personal a ciertos demonios de la juventud de los setenta, datos que tendrán que aceptar, aun a regañadientes, incluso los detractores más acérrimos de la película o de Millius en general.



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