Las chicas de la playa de Maui
Recientemente, la periodista Susan Orlean, antes de convertirse en personaje de la “Adaptation” de Spike Jonze y Charlie Kauffman, escribió un revelador artículo sobre los surferos de la isla de Maui, que ofrecía una gran novedad con respecto a similares estudios en el pasado: esta vez las protagonistas eran ellas. Felizmente, el artículo dio lugar a un guión y finalmente en una película llamada “Blue Crush”, estrenada aquí como “En el filo de las olas”. Su director, John Stockwell, ya había demostrado sus aspiraciones de ser algo más que un gris manufacturador de productos adolescentes con la emotiva “Amor loco/ amor prohibido”, y en esta ocasión se valió de un grupo de atractivas chicas, algunas de ellas actrices (Kate Bosworth, Michelle Rodríguez) y otras surferas profesionales (Sanoe Lake: una pena que esta chica no haya seguido haciendo cine), para confeccionar una divertida película de superación personal, con más miga y menos concesiones de lo habitual, que se beneficia de dos factores, a saber: primero, el abrumador rescate del género teenager que tiene lugar a finales del milenio y segundo, los no menos abrumadores avances de la técnica y los efectos visuales, que permiten, por fin, disfrutar de auténticas y escalofriantes escenas surf en primera línea y sin que el agua nos empape la vista. En fin, toda una gozada que comparte operadores de cámara con la secuela de “Verano sin fin”, precisamente el título emblema de aquel californiano excéntrico llamado Bruce Brown.
¿Y en España? ¿Es que aquí no tenemos playas, no practicamos surf, no nos sabemos mantener sobre una ola? Este tipo de artículos pretenden ser alentadores y quien los escribe siempre ha defendido la importación a nuestro cine de modelos y fórmulas de la genuina serie B americana, pero es que en este caso el resultado, honestamente, podría poner con facilidad los pelos como escarpias. Hasta donde pueden viajar mis neuronas es a alcanzar el recuerdo de “En las manos de Dios” del erotómano Zalman King y dilucidan que una película surfer hispana podría ser algo así: planos largos y estáticos con musiquilla chill-out, tramas dignas de las más punteras series de televisión (dicho como insulto, por supuesto), actores bronceados fingiendo interpretar, algún rollito social por medio, una actuación íntegra de algún grupo de los cuarenta con alguna canción del verano en la que “playa” aparezca por alguna parte, y sobre todo, mucha pretensiones de pegote y trascendencias innecesarias. En tal caso, más nos vale dejar el surf para California y seguir haciendo comedias románticas.
Por lo demás, no importa que nunca nos hayamos bañado en el mar, que en ningún momento hayamos estado cerca de calarnos un bañador o un bikini, o que los deportes, acuáticos o no, no consigan despertarnos más que algún bostezo desencaja-mandíbulas. El cine siempre será la ventana de los cobardes y los pobres de imaginación y músculos: el refugio de los que queremos sentir los golpes de agua sin que ésta llegue a rozarnos el cuerpo. Las películas surf están ahí para nosotros: su contemplación, pasiva o exaltada, no implica necesariamente fracturas, luxaciones o desapariciones en alta mar.