Una de esas películas que, de no venir protagonizada por actores de cierto relumbrón y adornada por un pulcro trabajo fotográfico, bien podríamos calificar de absoluto bodrio.
Ha dirigido comedias dramáticas como Dos chicas en la carretera (1992) o su ópera prima, ¿Qué pasó anoche? (1986), similar en algunos aspectos a Amor y otras drogas. Ha dirigido épica pseudohistórica, como manifiestan Tiempos de Gloria (1989), El último samurai (2003) y Resistencia (2008, puede que su mejor película). Se ha atrevido con guiones de tintes supuestamente sociopolíticos como En honor a la verdad (1996) y Estado de sitio (1998). Hasta ha probado suerte con la aventura no desprovista de mensaje: Diamante de sangre (2006).
Hay que reconocerle al cineasta norteamericano Edward Zwick una conmovedora inconsciencia. Parece creer realmente que está aportando algo diferente al ecosistema de Hollywood. Pese a moverse como pez en el agua de las estrellas caprichosas, las historias plagadas de tópicos y la mera artesanía visual. Pese a que, sin importar el género en que se haya adentrado, nunca ha extraído del mismo nada de profundidad ni revulsivo. Pese a que su mirada, superficialmente rompedora, no revele a la postre sino una sensibilidad tan adocenada y pacata como la de los espectadores de clase media a que van dirigidas todas sus realizaciones, a los que tan bien contribuyó a (auto)retratar en la serie Treintaytantos (1987-1991).
Vuelve a suceder lamentablemente con Amor y otras drogas. Una de esas películas que, de no venir protagonizada por actores de cierto relumbrón y adornada por un pulcro trabajo fotográfico, bien podríamos calificar de absoluto bodrio. Lo que, al fin y al cabo, acabamos de hacer. La película se basa en un best-seller escrito por un comercial de la Viagra, Jamie Reidy; pero a la amoral recopilación de anécdotas del autor sobre sí mismo y la industria farmacéutica, Zwick ha añadido cierto discurso crítico para con el estamento sanitario estadounidense y una historia de amor entre el sosias de Reidy (Jake Gyllenhaal) y Maggie, una chica a la que conoce en una consulta (Anne Hathaway).
El superficial cinismo que impregna la crónica de los tejemanejes laborales de Jamie y las presuntas moderneces y atrevimientos gráficos en su relación con Maggie —Gyllenhaal enseña el culo y Hathaway las tetas, oh— darán paso, como era de temer, a una epopeya de redención personal y un melodrama romántico como los vistos mil veces, aunque pocas veces concretados de manera tan tosca: Amor y otras drogas avanza sin ninguna fluidez, a saltos de una escena consabida a otra, no sabe uno si por pura ineficacia de Zwick o por su deseo de satisfacer en cada instante a un espectador diferente: el ejecutivo putero, la niñata adicta al Zara Home, el tardoadolescente con déficit de atención…
Y por si todo este galimatías creativo no fuera suficiente, Zwick añade una enfermedad semiterminal, de cara suponemos a quien faltaba: el académico votante de los Oscar. No sabemos si la artimaña surtirá efecto en Los Ángeles, pero en este crítico provocó que el simple hastío ante Amor y otras drogas mutase en puro desprecio, por el oportunismo con que se trata el tema y la pésima imbricación no ya formal sino ética del conjunto.