Construye una espiral hacia la violencia psicológica, el crimen y la locura que sólo hemos podido reconocer en autores como Scorsese o Coppola.
Hace un par de años, nos alegrábamos de haber descubierto a un gran cineasta en ciernes durante la selección de cortos que se proyectó en el Festival de Cine Sci-Fi en Madrid. Spider y I Love Sarah Jane eran dos piezas sorprendentes en cuyos créditos se repetía un mismo nombre: el australiano David Michôd.
Hoy nos podemos alegrar de ver la ópera prima de ese cineasta que nos llamó la atención, y de corroborar que aquella intuición inicial, una mirada algo diferente sobre los temas tratados, se ha cumplido. David Michôd ha debutado con una película poderosa, sugerente, arriesgada y que sigue manteniendo una profunda visión personal y cinéfila de la realidad.
Animal Kingdom es el metafórico título con el que el director y guionista nos habla de la selva urbana de la ciudad de Melbourne. Bajo la aparente normalidad de la vida en casa de su abuela y sus tíos, donde es acogido tras la muerte por sobredosis de su madre, se encuentra una de las más envenenadas relaciones familiares que recordamos, donde vamos descubriendo que cada uno de sus integrantes muestra un perfil psicológico aterrador.
Vigilados día y noche por la policía, la vida dentro de la casa parece transcurrir con normalidad, pero J (James Frecheville), enmascarado bajo su silencio adolescente, observa la perversa naturaleza de cada uno de los componentes de su familia: desde su apocado tío Darren (Luke Ford), dominado por el diabólico Pope (Ben Mendelsohn), hasta el exaltado Craig (Sullivan Stapleton) y, coronando la cima de la dominación, su abuela Smurf (Jackie Gleason).
J se verá envuelto en las actividades de sus tíos y, por su edad, pronto se revelará como el eslabón más débil de la cadena que el detective Leckie (Guy Pearce) aprovecha para atrapar a la familia de criminales. En una guerra de venganzas homicidas con miembros de la policía en la que descubrimos un Melbourne corrupto y éticamente desolado, J se transforma en la clave para arrastrar a la prisión a sus tíos, lo que le convierte en objetivo de muerte por parte de Pope. J, con apenas dieciocho años, se ve entre el fuego cruzado de la policía y la amenaza de muerte de su propia familia.
Animal Kingdom construye, desde su magnífica y narrativa secuencia de títulos inicial, una espiral hacia la violencia psicológica, el crimen y la locura que sólo hemos podido reconocer en autores como Martin Scorsese o Francis Ford Coppola. Es muy pronto para establecer una comparación de este tipo, pero no hay que negarle al debutante haber alcanzado tonalidades que se pueden encontrar en Uno de los Nuestros (1990) o El Padrino (1972), donde las implicaciones y las sugerencias sobre los personajes pueden dar lugar a escenas de una tensión infinita sin estar aparentemente sucediendo nada relevante. La construcción del personaje de Pope, líder de esta banda familiar, es deslumbrante, mostrándonos a psicópata maquiavélico y dominador camuflado por su aspecto amable y apocado; o el de la abuela Smurf, capaz de las más terribles argucias para proteger a sus vástagos, todos ellos retratos de una madurez sorprendente para un debutante.
Emparentada con la excelente Un Profeta (Jacques Audiard, 2009) por su narración del proceso de adaptación de un adolescente a un entorno de una hostilidad extrema y con la aún sin estrenar El Día de la Madre (Darren Lynn Bousman, 2010) por su descripción de una familia vinculada a la delincuencia, Animal Kingdom es una elaborada y densa película acerca de la selección natural y la supervivencia en las complejas estructuras de poder y sumisión en los ámbitos que hemos creado: la familia, nuestro círculo de conocidos, la ciudad, la legalidad… donde el proceso evolutivo genera nuevos especímenes si cabe aún más peligrosos.