Una película que pone sobre el tapete un dilema al que muchas mujeres son aún refractarias: que su creciente poder social lleva aparejada una mayor responsabilidad, quieran darse o no por aludidas, en lo relativo a los discutibles paradigmas éticos que está forjando nuestro presente.
Como sabrán apreciar los lectores que hayan desarrollado un criterio propio, la Historia del Cine se ha escrito y se escribe con renglones bastante torcidos; de acuerdo con parámetros analíticos que, tanto da si monitorizados por Fotogramas o Cahiers du Cinéma, acaban adquiriendo la forma de rutinas deformantes que dicen menos acerca de las películas y sus coyunturas que sobre los críticos y sus filiaciones dogmáticas, con la correspondiente influencia en el modo automatizado con que el público acoge cada propuesta.
Tomemos como ejemplo Morning Glory, comedia en torno a una joven y entusiasta productora televisiva, Becky Fuller —encarnada por Rachel McAdams, asimismo intérprete de otra película sobre mutaciones en la prensa, La sombra del poder—, que acepta el reto de propulsar la audiencia de un programa matinal lastrado por viejas glorias figuradas y literales (Harrison Ford, Diane Keaton) y por no menos vetustos hábitos comunicativos.
Los populares foros de la web IMDb hierven con comentarios sobre la propia cinta y su director, Roger Michell (Notting Hill, Venus), que debaten hasta qué punto Morning Glory es una comedia romántica —la relación amorosa de Becky con Adam (Patrick Wilson), un compañero de cadena, ocupa muy poco metraje en la historia— y si sus recursos humorísticos y dramáticos fluyen con la fluidez y el equilibrio adecuados.
Sin embargo, la página de IMDb consagrada a la guionista del film, Aline Brosh McKenna, languidece sin apenas opiniones sobre su trabajo. Cuando resulta que Morning Glory es una película ante todo de McKenna, muy ligada en espíritu a guiones suyos previos como Hasta que la ley nos separe (2004), 27 vestidos (2008) y, muy especialmente, El diablo viste de Prada (2006).
En todas ellas, también en Morning Glory, McKenna se ha apoyado con habilidad mimética en estructuras muy transitadas por el cine popular, en clásicos como Gloria de un día (1933), La costilla de Adán (1949) y Tal como éramos (1973), para desplegar discursos más o menos atrevidos sobre la nueva posición de la mujer en el entorno laboral.
Sus personajes suelen desenvolverse en la esfera pública —justicia, moda, prensa—, lo que ha auspiciado reflexiones de interés sobre el impacto iconográfico y moral de lo consensuado como femenino en ámbitos tradicionalmente masculinos, y sobre las obligadas reformulaciones de los arquetipos de ambos sexos al entrar en contacto.
Sucede nuevamente en Morning Glory. El cine comercial estadounidense ha tratado el papel de la mujer en los medios de comunicación muchas veces: Luna nueva (1940), La chica de la tele (1970-1977), Network (1976), Al filo de la noticia (1987)… Pero nunca como en esta ocasión el rol de la protagonista había sido tan revulsivo para con lo establecido.
Becky es una Terminatrix, una criatura carente sintomáticamente desde pequeña de un referente paterno, que pone patas arriba lo aceptado hasta entonces en el programa DayBreak, no concede a lo sentimental sino las energías imprescindibles, y no atiende a periclitadas proclamas deontológicas sobre lo que debe ser el periodismo.
En El diablo viste de Prada, Andy Sachs (Anne Hathaway) escogía renunciar a la postre a su empleo en una revista de modas para no convertirse en un monstruo similar a su mentora, Miranda (Meryl Streep), esencialmente un hombre con peluca. Becky bien podría ser una hermana pequeña de Andy, que hubiese aprendido la lección y decidido que para ganar la partida en un juego instituido con normas acordes a la naturaleza masculina, lo primero que debe hacerse es violentar esas normas…
Habrá quien, con no poca razón, tache a Becky de ente alienado y al servicio de un nuevo orden; su actitud vitalista tiene mucho de acrítica, y más en un asunto tan peliagudo como el de la degradación actual de la práctica periodística, que Morning Glory celebra jovialmente. Pero esto no hace sino poner sobre el tapete un dilema al que muchas mujeres son aún refractarias, y es el de que su creciente poder social lleva aparejada una mayor responsabilidad, les convenga o no, en lo relativo a los paradigmas éticos que está forjando nuestro presente.
Como ha escrito la actriz y productora Marlo Thomas, “la igualdad no consiste solamente en que se te tase igual que a un hombre. Sino en que te tases a ti misma por el mismo baremo que empleas para tasar a los hombres”.