La última película de Danny Boyle viene a constatar algo muy actual: que cualquier hecho real ya solo tiene relevancia en virtud de su conversión en acontecimiento reproducible, recreable, comunicable, aprovechable.
Gusten o no sus películas —28 días después (2002) nos parece una de sus mejores realizaciones de la pasada década, Slumdog Millionaire (2008) una de las peores—, es difícil rebatir la opinión generalizada entre la crítica de que Danny Boyle se ha convertido en uno de los cronistas cinematográficos más atinados de nuestra época. Y es interesante que su última propuesta, 127 horas, esté basada en las peripecias de una persona real coincidiendo en la cartelera con La red social, asimismo una recreación biográfica dirigida por otro cineasta con una mirada de privilegiada claridad sobre el presente, David Fincher.
Sin embargo, mientras que los personajes de Fincher han de pagar el peaje que les impone un demiurgo pesimista, es decir, romántico, los de Boyle apuestan por el optimismo, osease, por el posibilismo; en sintonía con un realizador que ha manifestado proceder "de una familia de clase trabajadora, sin nada de especial [...] El mundo que habito hoy es inalcanzable desde el mundo del que vengo. Es extraordinario que yo esté aquí".
Como él mismo, los protagonistas de Boyle son en definitiva, no importa si han habitado los noventa (Una historia diferente), el comienzo del siglo XXI (La playa) o el futuro (Sunshine), supervivientes.
Si nos limitamos a lo que cuenta 127 horas, cómo el escalador Aron Ralston (encarnado por James Franco) también sobrevivió en 2003 a un accidente que le dejó atrapado en un cañón rocoso más de cinco días, deduciremos que ni la narración de lo pasado por Ralston hasta que logró liberarse, ni unos flashbacks rutinarios, ni el recurso continuo de Boyle a un montaje superficial antes que a la puesta en escena, resultan demasiado estimulantes. En este sentido, 127 horas es una película vulgar, poco más que una producción cuasidocumental para la televisión.
Ahora bien, si prestamos atención a la moraleja que se desprende del guión de Boyle y Simon Beaufoy (basado en el libro sobre el suceso escrito por el propio Ralston), comprobaremos que, lejos de conformar una epopeya americana de libertad a cualquier precio en la estela de Thoreau, Whitman, Bierce, Everett Ruess, Chris McCandless y Timothy Treadwell, o la típica oda al espíritu humano de superación, 127 horas viene a constatar algo muy actual: que cualquier hecho real ya solo tiene relevancia en virtud de su conversión en acontecimiento reproducible, recreable, comunicable, aprovechable.
No es de extrañar por tanto que, desde los títulos de crédito iniciales, la odisea de Aron esté ligada al ritmo de la sociedad de masas, su obsesión sea grabarlo todo con una cámara, escenifique su testamento y hasta hipotéticas entrevistas... Si Ralston deduce una lección de su experiencia, es la de sacar un provecho pragmático de ella, transformarse en un individuo de bien para nuestra época, adaptarse al medio de manera en el fondo no muy diferente a la de Renton (Ewan McGregor) en el primer bombazo de Boyle, Trainspotting (1996).
Si el éxito en 2011 se cifra en lograr escapar a una realidad que se desintegra bajo nuestros pies y de la que tratamos de evadirnos a golpe de espectáculo y sobreexposición pública, puede decirse que la historia de Aron Ralston, tal y como la ha vendido él mismo y nos la vuelve a vender Danny Boyle, es una historia de gran éxito. Justo lo opuesto al fracaso que certifican David Fincher y Aaron Sorkin en La red social. ¿Quién tiene razón?