Es imposible que Kaplanoglu haya rodado Miel sin aberse de memoria la obra maestra del cine español,El Espíritu de la Colmena.
De cuando en cuando hay cineastas que se embarcan en personalísimas aventuras cinematográficas que dan lugar a obras excepcionales. Semih Kaplanoglu, el más notorio de los directores turcos, ha sido uno de ellos. Kaplanoglu ha rodado en los últimos cuatro años una trilogía con marcado aire autobiográfico que además es un retrato contemporáneo de su país a través de la psicología y la sensibilidad de un único pesonaje en distintas etapas de su vida: Yusuf.
Esta trilogía de Yusuf, como se la comienza a conocer, viene a ser el equivalente turco de la trilogía de Apu que Sajyajit Ray elaboró en los años sesenta con la salvedad de que Kaplanoglu ha contado los episodios en sentido contrario, desde la madurez hasta la infancia de su personaje guía. No es una decisión fortuita ni banal ya que, si en la historia de Apu la búsqueda del destino era el motor de sus decisiones, en Yusuf lo es la búsqueda de los orígenes, de la esencia de su ser. De ahí que el viaje hacia la infancia en cada nueva película sea del todo coherente.
Huevo (2007) y Leche (2008) fueron los dos primeros capítulos en los que conocimos a Yusuf, un poeta introvertido y sensible, muy marcado por la presencia de su madre y la ausencia de su padre. En Miel (2010), conocemos el origen de la ausencia, pues narra la infancia de Yusuf, un niño hipersensible con una estrecha vinculación con su padre, un apicultor que coloca y recolecta colmenas de un modo ancestral y casi en desuso en las copas de los árboles.
Yusuf asiste a su padre en el trabajo y descubre la naturaleza bajo el halo de misterio y respeto que este le inculca, incluso hablando en voz baja cuando ambos se adentran en el bosque. Lejos de su influencia, en el colegio, Yusuf se convierte en un niño torpe y desamparado, introvertido, que incluso tiene serias dificultades para leer. Yusuf no sabe interpretar el mundo si no es a través de la guía paterna. Cuando su padre desaparece durante unos días, Yusuf se encierra en sí mismo e intenta comprender desde su mentalidad de seis años qué ha podido pasar. Cuando los adultos sospechan lo peor, un accidente, Yusuf decide partir al bosque a buscarle.
El gran mérito de Miel es haber adoptado con total acierto el punto de vista de un niño en la narración. A la edad de seis años, la realidad es fragmentada, mezcla de realidades e irrealidades fruto de la imaginación que completa lo que la razón aún no alcanza a explicar. De ahí que en esa etapa de la infancia los padres sean seres admirables para los niños, pues son los guías que empiezan a alumbrar cómo funciona el mundo. Yusuf vive ese descubrimiento con tal intensidad que la ausencia repentina de su padre le deja desasistido en un mundo lleno de señales que es incapaz de interpretar.
Para que el espectador alcance la sensibilidad de la historia contada, Kaplanogu necesitaba dos elementos fundamentales: un presencia de la naturaleza poderosa y un protagonista con el que empatizar. Ambas búsquedas se hicieron con éxito ya que los bosques y parajes del noreste de Turquía mostrados, cerca del Mar Negro, son de una singular belleza y recogimiento. Por otra parte, la presencia del niño Bora Altas es de tal fuerza que es imposible no sentirse identificado de inmediato con él. Su fragilidad, su mirada y su gestualidad encandilan, alcanzando un altísimo grado de representación de la infancia como estado emocional.
Es imposible que Kaplanoglu haya rodado Miel sin saberse de memoria la obra maestra del cine español El Espíritu de la Colmena (Víctor Erice, 1973). La influencia de esta película traspasa décadas y fronteras pues se trata de uno de los mayores poemas visuales jamás rodados. Miel no llega a alcanzar su excelencia, pero hace gala de haber entendido su sensibilidad, lo profundo de su mensaje y la posibilidad de hacer un cine que alcance a explicarnos mucho más allá de las palabras.