La crítica francesa la definió en su día como “un filme milagro”. No se nos ocurre mejor forma de referenciarla.
Después de 25 años de su realización, Thérèse coincide en cartel con otra pieza con la que guarda más de una similitud. Hace poco más de dos semanas se estrenaba en los circuitos comerciales el filme que se había llevado el Gran Premio del Jurado del último Festival de Cannes, la magnífica De dioses y hombres, que narraba la peripecia humana de ocho monjes por mantener su fe en medio de un conflicto local.
En 1986, la cinta que hoy nos ocupa, Thérèse, obtuvo un galardón en el mismo certamen, además de seis César de la Academia Francesa, mediante la exposición de la vida de una devota muchacha cuyos únicos intereses se centraban en el amor hacia Jesucristo y en la vida conventual. Nacida en 1873 y demasiado joven para entrar en la orden del Carmelo, tuvo que realizar una visita papal para lograr sus propósitos. Sus deseos fervientes de cumplir sus obligaciones la llevaron a abandonarse al dolor físico hasta que murió a los 24 años, víctima de la tuberculosis. Su cuaderno de memorias fue traducido en el mundo entero y, finalmente, fue canonizada.
Al igual que Thérèse de Lisieux rechazó todo placer mundano para adentrarse en la austeridad de la vida religiosa, su director, Alain Cavalier decidió apostar por el ascetismo cinematográfico para recrear la odisea de la joven. Se trata de un filme desnudo, sin música ni decorados, que concibe su historia a través de una puesta en escena propia del teatro. Está rodada en un único espacio diferenciado por unos pocos muebles cuyos muros constituyen un único panel grisáceo en el que rebota la luz. A través de esta escenografía, propone una cruel exploración de contravalores como la contención compulsiva, la servidumbre, el castigo físico o el dolor de vivir.
Thérèse es de un lirismo bello y brutal que deja que los parámetros vanguardistas del experimento lleven el producto hacia un nuevo lenguaje cinematográfico. Se podría decir que es una sinfonía muda de colores neutros, de blancos y negros y de claroscuros que busca en sus planos la geometría implícita de sus escasos escenarios. Llena de fundidos en negro y de primeros planos, propios de un montaje posmoderno, nos aleja de una biografía al uso. Ni siquiera pretende aproximarse hagiográficamente al personaje.
Las intenciones de Alan Cavalier pasan por querer acercarse de una forma íntima a esa vida interior y espiritual de una muchacha enamorada del Poder Divino. Es en esta búsqueda de la explicación de un relato pasmoso donde alcanza la máxima pureza tanto en su contenido como a nivel formal. Cavalier sólo pretende filmar la experiencia de lo sagrado dentro de una comunidad de mujeres cuyas vidas no guardan mayor sentido que el de adorar a un ente de apariencia masculina.
Es el tipo de obra estética que Peter Greenaway desearía haber realizado aunque con la evidente ausencia de su obsesión por los bocetos impresos en pantalla o por la saturación de información en cada plano. Es más, el análisis que hace Thérèse de las actitudes de sus personajes también sería objeto de envidia por parte del director-artista (y de muchos otros) por lograr un entendimiento magnánimo de lo que supone el amor irracional. La crítica francesa la definió en su día como “un filme milagro”. Desde luego, no se nos ocurre mejor forma de referenciarla.