Apariencia de cine de antes, toque clásico, fotografía y música para llevarnos directamente a 1957. Ahí está el marco perfecto para la descripción de miserias sociales, antes de los 60 había todavía más tabús, más cosas a ocultar bajo una impecable alfombra que lucir ante el vecindario. Este es el básico propósito de la historia de Haynes, contar cómo la tranquila y apacible vida de una familia perfecta, puede resquebrajarse internamente, causar gozo y escándalo por partes iguales ante su público conciudadano, y las distintas maneras de encarar las situaciones censuradas. Porque si un día la vida en rosa empieza a salpicarse de manchas tan intratables como la homosexualidad y encuentro de razas, la pulcritud trabajada en años presentará una caída especialmente dura.
Ahora bien, esta historia que cabría en un telefilm, se apoya en actores y actuaciones, en una bien encontrada forma de ubicarla en el más apropiado escenario y ahí queda limitada a lo que es. Calificar gratuitamente de obra maestra a aquello que se limita a unir tono clásico y obvia crítica social, es crear una fórmula matemática que se aleja de la verdadera naturaleza del cine. De la misma manera que antes introducir un tipo musculoso con ametralladora y rescate o venganza equivalía a película de acción, ahora ciertos elementos hacen una película con clase. Pero la obligación de toda forma de entretenimiento es por naturaleza semántica hacernos participar de su historia, más que como parte de ese público escandalizado fácilmente por una situación ya muy vista. Sí, el racismo era antes más cruento, y sí, la homosexualidad antes estaba peor vista. No había en los años 50 un Boris de teatralidad histérica despelotándose a diario en las noches marcianas. Ahora su mensaje suena tan evidente, que hace que se pierda profundidad, y a pesar de sus virtudes, se limite a ser una perogrullada correcta formalmente.