Darren Aronofsky vuelve a mostrarse ambiguo, dejando que cada cual decida si vale la pena cumplir los propios sueños aun a costa de anularnos a nosotros mismos. Aunque, en tanto artista comprometido con lo que hace, no pueda evitar convertir las vicisitudes de la protagonista de "Cisne Negro" en un viaje tan tortuoso como extático en primera persona.
El matemático e informático Max Cohen, protagonista del primer largo de Darren Aronofsky —Pi (1998)—, creía que el caos de los fenómenos naturales ocultaba un orden trascendente que él se veía capaz de sacar a la luz. En una conversación con su viejo profesor, Sol Robeson, Max afirma con entusiasmo hallarse “al borde mismo de una revelación genial, ante una puerta jamás abierta”. Robeson, con cariño, replica: “Es una locura. Tu puerta se abre a un abismo. Y tú estás situándote a ti mismo más allá de su umbral”. En efecto, Max, a la postre humano, demasiado humano, caía presa de un delirio en el que se confundían ilusión y realidad, y Aronofsky formalizaba su agonía como contraste abrumador de blancos y negros.
Doce años y tres películas después, Aronofsky recurre de nuevo a la paleta bicolor —pues, a pesar de estar filmada en color, su última película es un minucioso mosaico de alegóricos blancos y negros— para ofrecernos otro retrato típico en su cine: el de Nina Sayers (estremecedora Natalie Portman), una bailarina de ballet empeñada en hacerse a cualquier precio con el rol principal de una nueva versión de El lago de los cisnes, pese a que su educación y carácter la inhabilitan para aprehender las facetas más complejas de la obra de Tchaikovsky.
Como Max; los cuatro adictos de Réquiem por un sueño (2000); los tres incansables exploradores de La fuente de la vida (2006); y el Randy Robinson de El luchador (2008), Nina confiará en sus dotes adquiridas, en aquello que la ha permitido ocupar un lugar en el mundo, para alcanzar la perfección, para hacer justicia a su ambición. Pero sus limitaciones en tanto persona acabarán haciendo de su viaje en pos de lo más inaprensible de sí misma un testimonio de glorioso fracaso, paradójicamente lo máximo a lo que podemos aspirar como individuos.
Aronofsky vuelve a mostrarse ambiguo, dejando que el espectador decida si vale la pena cumplir los propios sueños aun a costa de anularnos a nosotros mismos. Aunque, en tanto artista comprometido con lo que hace, no pueda evitar convertir las vicisitudes de Nina en un viaje tan tortuoso como extático en primera persona, que combina estilísticamente sin miedo al ridículo a Michael Powell y Emeric Pressburger con Brian De Palma y David Cronenberg, y en el que fusiona sin pestañear realismo y fantastique, y alta cultura con Stephen King.
La clave de Cisne negro está en esa escena temprana en la que la cámara camina por la calle tras Nina; la bailarina se detiene frente al recinto donde ensaya y representará El lago de los cisnes, y contempla un cartel que reza: “una versión renovada del clásico”. Nina continúa con paso decidido su camino… Como ella, Aronofsky tiene el valor de adentrarse con Cisne negro en un campo minado, en una tierra devastada por decenas de aproximaciones previas, con las armas de la autosuperación y la rebeldía frente al entorno. El difícil determinar si Nina sale con bien del pulso que establece con la ficción que transita. Pero podemos asegurar que Aronofsky sí lo hace. Más aun, que película a película sale fortalecido como cineasta.