Un estreno que dentro de un mes apenas recordaremos.
“¿Qué puede salir mal buceando en cuevas?”, pregunta uno de los personajes de El Santuario en un momento determinado de su metraje. Pues según lo visto en el tráiler o lo leído en cualquier guía cinematográfica, casi todo. Prácticamente todos los hechos funestos que ya hemos visto en otras producciones que de una u otra forma han ambientado sus argumentos dentro de cuevas: tanto The descent como La caverna maldita ya bebían de muchos tópicos fácilmente imaginables, aunque en aquellos casos se contara con amenazas añadidas en la forma de humanoides caníbales y bichos hambrientos, respectivamente.
Los protagonistas de la cinta se encuentran cartografiando una peligrosa cueva subacuática inexplorada de Nueva Guinea cuando se verán sorprendidos por una tormenta tropical que bloqueará la entrada al lugar y comenzará a inundarlo, obligándolos a ir avanzando contrarreloj por la laberíntica ubicación, en busca de una salida alternativa. Nada nuevo bajo el sol, pues, en un subgénero que no suele escapar de este tipo de excusa argumental.
Eso sí, una de las pocas novedades en el caso que aquí nos ocupa es el de la introducción del 3D para realzar la espectacularidad de la acción y de los escenarios naturales –y también de los decorados artificiales, que de todo hay–, contrastando el relieve que se ve en las imágenes de la pantalla con unos personajes planos y arquetípicos, y con un desarrollo previsible y sin demasiados alicientes para un espectador que pretenda pasar un rato de entretenimiento medianamente inteligente. Épica conseguida en lo formal pero de fondo lineal e insustancial, muy del gusto del productor ejecutivo del film, un James Cameron usado de reclamo descarado para intentar llenar las salas de proyección.
Precisamente encontramos durante todo el metraje puntos en común con Abyss, firmada por el propio Cameron en 1989, aunque la tensión entre un matrimonio que recogía los pedazos de su relación se ve reemplazada aquí por un hijo y un padre en busca de reconciliación, pese a sus caracteres aparentemente opuestos, detalle que lastra más que ayuda a que la historia fluya. Tampoco aporta nada positivo que vayamos adelantándonos a todo lo que va a acontecer, y que adivinemos el orden en que van a ir desapareciendo del mapa los distintos personajes que luchan por la supervivencia.
Se agradecen los esfuerzos que sin duda se han empleado durante el laborioso rodaje, así como la insistencia en recordarnos que este título está basado en la historia real del buceador Andrew Wight, productor y asesor de documentales para Disney y Discovery Channel. Sin embargo, la falta de personalidad del El santuario –basta compararla con 127 horas, estrenada hace apenas una semana, para ver cómo se puede hacer una película con alma sobre la supervivencia extrema–, lo limitado de las dotes interpretativas de sus relativamente desconocidos actores y un alarmante exceso de minutos (que se hace más que obvio en el tramo final) se suman a las carencias antes apuntadas, para acabar de dar forma a un estreno que dentro de un mes apenas recordaremos.