Jeff Bridges puede haber dado con el personaje más emblemático de su carrera.
Un “folclorismo cómico” y “atrevidos temas arquetípicos” son las dos cualidades más destacadas con las que Charles Portis firmó obras como Valor de Ley. Desde esa perspectiva, no es de extrañar que Joel y Ethan Coen tuvieran con él una afinidad que les llamase a volver a realizar una adaptación marcada por el peso de la figura de John Wayne en la llevada a la gran pantalla en 1969.
Si la protagonizada por el vaquero de Iowa podía tener una incidencia sobre esta relectura, precisamente era por el peso de aquel como actor, un tipo demasiado imponente como para que nadie pudiera siquiera asomarse a la altura de sus botas. Por eso mismo, el principal motivo para justificar la existencia de la película que nos ocupa es atender a un Jeff Bridges que compone un personaje capaz de quitarnos de la cabeza al mito y plantarle cara.
Ese tanto se lo anota Bridges como parte de un triángulo de personajes en el que mucho tiene que ver la natural pericia de los Coen en su elaboración: la niña que desea vengar a su padre -interpretada por Hailee Steinfeld-, tiene tanta fortaleza como determinación relamida el Labeouf de Matt Damon, un ranger de Texas que viene a ser la otra cara de la moneda del desaliñado y alcoholizado alguacil al que da vida el mencionado Jeff Bridges, cuya razón vital parece inicialmente limitarse al buen whiskey.
El balance de Valor de Ley agrupa distintas dosis de humanidad, aventuras y humor, esparcidas a través de una visión cruda del salvaje oeste. Allí se desarrolla una trama que lejos de una épica fascinante con giros argumentales o discursos aleccionadores, discurre a través de la relación entre sus protagonistas, de tal modo que estos y su evolución son los que van llenando fotogramas en sus andanzas, acercándonos a sus diferentes circunstancias.
A propósito del relato original, los hermanos Coen hacen una interesante comparación de Valor de Ley con Alicia en el País de las Maravillas, entendiendo que ambos exponen a una niña a un mundo bajo unas reglas para ella desconocidas; sólo que lo que en Alicia es una aventura inesperada y alucinógena, aquí es la historia de una niña que voluntariamente se mete en el peor de los escenarios posibles por una causa verosimil por la firmeza de su mirada y el tono de su voz.
Escapándose de la condición de remake y tratándose de una lectura propia realizada desde la empatía dotada de una especial gracia al dibujar a su protagonista, para algunos espectadores sus méritos quedarán atenuados en la sobriedad de un desenlace hecho para subrayar el valor de los vínculos auténticos. Para otros la historia será un corsé que limita el derroche de ingenio de sus autores, exhibido en producciones como Fargo o El Hombre que Nunca Estaba Allí. Pero tanto unos como otros quedarán sometidos al implacable alter ego de un Jeff Bridges a quien las capas de mugre y cansancio no le ocultan su condición entrañable y que puede haber dado con el personaje más emblemático de su carrera.