Algo falla cuando un director como Brad Anderson no obtiene el capital necesario en la meca del cine. Si ni el rodaje de Sesión 9, su capacidad para con la tensión, el puro suspense y la angustia claustrofóbica que no precisa de oscuridad para situar las emociones al borde del exceso, no merece apoyos en una industria acostumbrada a invertir una y otra vez en las mismas formas de terror barato, es que el interés o entendimiento del cine está a niveles preocupantes.
Con la arriesgada financiación española, el proyecto de El Maquinista demuestra como, a pesar de no lograr una película revolucionaria en aspectos argumentales, lo que Anderson conocía perfectamente a la hora de limpiar de asbestos un sanatorio mental abandonado, sigue siendo su principal baza de cara a expresar la delicada situación de Trevor Reznik, el personaje interpretado por un Christian Bale que parece salido de los campos de Auswitch. Con una mutación sorprendente, su forma de arrastrarse somnoliento en una permanente pérdida de peso, combatiendo contra la conspiración o paranoia, lleva in crescendo un ritmo armado en lo atmósfera confusa.
La fotografía de Xavier Giménez, premiada en los festivales de Woodstock y Sitges, ayuda con sus tonos fríos a poner una distancia entre Bale y quienes le rodean, incluyendo el inquietante oasis que supone el personaje de Aitana Sánchez Gijón, y el más terrenal en los brazos de una prostituta interpretada por Jennifer Jason Leigh. Con ambas vive una particular relación que humaniza a la suerte de muerto viviente que asiste impasible a su consumición por motivos ignorados. A la hora de desvelarlos en el último tramo, ni la sorpresa ni la trampa son instrumentos que pretendan aparecer para arreglar nada. Se parte de un guión que pretende en las emociones de desconcierto sembrar tanta confusión como incomodidad, de modo que Anderson siga valiéndose de sus cortes al plano de tensión con estruendo con una entrada lenta y silenciosa con que volver a subir. Una vez más, va incrementando la atmósfera sin ánimo de ahogar, jugando y expresando su propio sentido del miedo que parece contrastado con el resto en un simbólico y memorable viaje por un pasaje del terror de feria, donde cruza miedos obvios y terrores reales.
Podría concluirse que Anderson es un maestro de un suspense tan limpio como crudo, libre de los aditivos industriales y que tiene tanto de géneroso como desaprensivo. Lo primero por no llevar escenas al desenlace más contundente cuando lo tiene cerca, lo segundo por alargar el desconcierto asfixiante durante muchos más minutos de los que muchos puedan disfrutarlo. Aunque los amantes del buen miedo la recibirán con los brazos abiertos como hicieron con Sesion 9.