Bajo su apariencia de comedia dramática tan sofisticada como irónica, tan renovadora como autocrítica, "Los chicos están bien" se revela una fábula defensora de los órdenes opresivos, los roles estereotipados y los conformismos existenciales.
Este cuarto largometraje de Lisa Cholodenko, lesbiana militante, es de los más interesantes que el espectador tendrá oportunidad de ver en salas cinematográficas a lo largo de la temporada.
Pero no por sus supuestas calidades formales. Ni porque, en palabras de The New York Times, constituya un “generoso y casi perfecto retrato de una familia actual”. Aspectos unos y otros que hasta la fecha le han granjeado a Los chicos están bien dos Globos de Oro y cuatro candidaturas a los Oscar.
Más bien, en nuestra opinión, por devenir ejemplo pluscuamperfecto de cómo los valores dominantes en cada época, lejos de socavar las estructuras caducas y represivas de los aceptados gregariamente en las previas, se solapan con ellos hasta dar la razón, una vez más, al sempiterno adagio de que todo ha de cambiar para seguir siendo igual.
Y es que la historia de una pareja sentimental de lesbianas que ven peligrar su relación cuando entra en escena el padre biológico de los dos hijos con que ambas decidieron años ha formar una familia, ostenta las hechuras de película moderna y audaz, al menos tal y como entienden tales términos los adictos a El País Semanal; es decir, esa mediocre y pacata mayoría sociológica que configura el baboso rumbo ético de nuestro presente, como hace cincuenta años lo determinasen ferozmente los lectores de ABC.
Pero bajo su apariencia de comedia dramática tan sofisticada como irónica, tan renovadora como autocrítica, en la que todos los personajes son uniformemente guays, escuchan a Joni Mitchell o Vampire Weekend, y comen orgánico y beben vino en sus acogedores porches californianos, Los chicos están bien se revela una fábula defensora de los órdenes opresivos, los roles estereotipados y los conformismos existenciales. Que, para más inri, castiga sin piedad al agente desestabilizador, como solía suceder en los melodramas de hace setenta años con el adulterio como telón de fondo.
Y por si no bastara para dar cuenta de tal conservadurismo lo pedestre de su puesta en escena, solo un escalón por encima de lo televisivo, no hay más que fijarse en la manera con que Los chicos están bien plasma el sexo gay en comparación al heterosexual.
En el primer caso, Lisa Cholodenko apuesta por la ocultación y la extravagancia, a fin de hacer menos incómodas ciertas secuencias a ese espectador, ese crítico y ese académico que se saben mucho más progresistas que sus vecinos carcas del quinto derecha, pero que a la postre a lo mejor no lo son tanto como para centrarse con naturalidad en un cunnilingus lésbico plasmado en una pantalla de seis metros por veinte.
En el segundo, Cholodenko se permite que los actores retocen con toda naturalidad y totalmente desnudos. Y esa divergencia de cariz representativo, de lo que hoy por hoy se puede permitir o no mostrar una pulcra cinta indie con actores de prestigio como protagonistas y los premios y el reconocimiento de la parroquia como objetivos, delata una enorme impostura que trasciende la ficción para subrayar en lo real esa corrección, esa atonía meliflua, que nos asfixia de un tiempo a esta parte.
Como ha escrito Pablo Vázquez, “ahora más que nunca es el propio gay quien no quiere ser definido como desviado o anormal, olvidando que es en el orden y en la normalidad donde viven, crecen y se alimentan los auténticos monstruos […] Es triste pensar que la epopeya protagonizada por los homosexuales en conquista de sus derechos y libertades, concluya justo donde empieza la angustia del hetero convencional: en la familia, en la pareja, en la aceptación social y la aplastante y abúlica normalidad […] Mientras, uno se pregunta hasta qué punto la sociedad acepta la diferencia y hasta qué punto la amolda a unos cánones preestablecidos”.
Ver Los chicos están bien brinda respuestas tan evidentes como desalentadoras.